A medida que se aplaca la euforia del PP por su victoria inesperada, aunque necesite de otros para gobernar, y mientras se reponen del disgusto los que se creyeron felizmente las encuestas, el mapa político resultante advierte de la gran oportunidad que se le abre a Albert Rivera: convertirse en el líder de las reformas (una parte al menos) que el país reclama. Otra cosa es que la aproveche.

España va mal, aunque algo mejor que hace dos años, y no puede dejar pasar más tiempo sin cambios. Estos resultados electorales no permitirán las reformas radicales que la izquierda en sus diversas versiones proponía. Tuvieron su oportunidad, difícil pero cierta, de componer un Gobierno progresista, pero la echaron a perder y quizás cueste años recuperarla. Las reformas que pueden llegar ahora seguramente no serán profundas pero la necesidad del Partido Popular de encontrar apoyo para la investidura, y para toda la legislatura, concede al partido con el que se alíe la posibilidad de alzarse con la bandera reformista. Esa opción la tiene el PSOE pero duda en ejercerla porque quiere seguir en la oposición como alternativa y porque, si cambiara apoyo o abstención por reformas, seguramente tendría una rebelión interna. Si finalmente se descarta el PSOE, la oportunidad es claramente para Ciudadanos. Si el PNV rebosa de felicidad, aun habiendo perdido un diputado, porque considera que sus cinco escaños son de oro, Rivera tiene ese tesoro en sus manos, pero multiplicado por seis.

Hace demasiado tiempo que en este país no se resuelven problemas evidentes, problemas que la negociación PP-Ciudadanos puede desencallar. Son asuntos elementales reclamados por la población, como por ejemplo lo relativo al mundo de los autónomos, que significa la preocupación de tres millones de personas y microempresas. Una sencilla reforma de su cotización, fiscalidad y financiación, resolvería problemas ciertos y daría algún impulso a la creación de empleo. Bastaría con revisar la lista de promesas de unos y otros para componer un paquete de medidas que mejoraran significativamente la situación.

Son solo reformas, sí, y además insuficientes. Porque España necesita cambios de calado en la ley electoral, por ejemplo, para que no se repita que Ciudadanos tenga un diputado en Castilla y León con doscientos mil votos y el PP obtenga dieciocho escaños con menos de setecientos mil. O que Izquierda Unida el 20D obtuviera solo dos diputados en España con casi un millón de votos, votos que ahora están difuminados y una parte en su casa. Cambios en la propia Constitución para ofrecer un mejor encaje a Cataluña y no solo responder con silencio y abulia gubernamental a los retos del independentismo. Cambios decididos en el modelo productivo para fomentar la industria y la investigación sin confiar el futuro solo al turismo y a la construcción. Cambios mediante pactos de estado en la Educación, la Sanidad, la Justicia, RTVE, la Administración ineficiente y sobredimensionada... Hay millones de personas que esperaban tras estas elecciones un gobierno capaz de impulsar esos cambios y que ahora tendrán que conformarse con reformas puntuales y acaso epidérmicas. Pero ahí tiene su gran oportunidad Rivera, si el PSOE rechaza para sí ese cáliz, de imponer en la negociación cambios de mayor calado y capitalizar su condición de líder reformista consolidando su partido, dentro o fuera, del Gobierno. El PP es una maquinaria electoral eficaz, ayudado por su posición de ventaja en medios públicos y privados y, además, por errores estratégicos de sus adversarios que cayeron ingenuamente en la trampa de la polarización. Pero el PP es un partido conservador y eso deja a Albert Rivera un interesante espacio reformista. De que lo ocupe con decisión y eficacia, dependerá no solo el futuro de su formación sino también que en el Estado anquilosado y paquidérmico que ahora tenemos, entre aire fresco y se produzcan "cambios a mejor" como prometía en su campaña electoral. Nunca 32 diputados tuvieron tanto valor.