Cuestión sabida, la regeneración forma parte de un eslogan que repiten nuestros políticos a modo de mantra purificador. Todos los presidentes del nuevo periodo democrático han afirmado la necesidad de regenerar nuestra democracia, más en los últimos años, cuando la corrupción sistémica y la consiguiente desafección ciudadana han puesto en evidencia la necesidad de una reforma que corrija las deficiencias del régimen surgido de la Transición. La vergonzante y profusa corrupción, los austeros ajustes del gasto que han enviado a la marginación y la exclusión social a millones de desheredados, el airado grito de los indignados, "no nos representan", a las puertas del Congreso y la imposibilidad de enmendar las decisiones de una mayoría parlamentaria ajena al sentir de la opinión pública, anuncian la ineficacia de nuestro sistema político para satisfacer las demandas de los ciudadanos y su indeclinable reforma.

A finales del siglo XIX, la corrupción política y la falta de representatividad del sistema de turno de la Primera Restauración propició un movimiento regenerador que pretendía poner remedio a los males de la nación. Los regeneracionistas de entonces creían que el problema radicaba en la falta de educación, en el dogmatismo y en el anclaje a las ideas tradicionales. Joaquín Costa abogaba por escuela y despensa y "cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid", y señalaba a la oligarquía y al caciquismo como fundamentos de un sistema político obsoleto e injusto que había que reformar, mientras los krausistas incidían en la libertad de conciencia, el altruismo y la generosidad como modo de superar el atraso y la decadencia de España. Costa no confiaba en el pueblo, sino en un cirujano de hierro que acometiera las necesarias reformas. Después, Antonio Maura defendería la revolución desde arriba, pero ni él, ni Silvela ni Canalejas reformarían el sistema político del turno que propiciaba la corrupción, despreciaba la representatividad e ignoraba a los ciudadanos, y acabaría sin resistencia bajo la bota de un general.

Hoy como ayer, el sistema de turno de esta Segunda Restauración ha entrado en crisis por la corrupción, la crisis económica y la falta de representatividad. Pero a diferencia de los regeneracionistas de entonces, los ciudadanos de hoy no creen en cirujanos de hierro o en líderes carismáticos o militares que impongan desde arriba la regeneración y apenas confían en que la revolución interior de las conciencias ponga remedio al egoísmo de unos o al comportamiento delictivo de otros. La educación y el cumplimiento de la ley sin duda mejorarán la paz y la convivencia, pero no pondrán coto a la corrupción, ni limitarán la acumulación de la riqueza en unos pocos y el sufrimiento y la pobreza de la mayoría, asqueada por la hiriente desigualdad y su impotencia.

Hoy como ayer, la solución no pasa por el cambio de líderes o el turno entre nuevos partidos, sino por el cambio de leyes y procedimientos que permitan un mayor control de los ciudadanos de su Gobierno. Podremos mejorar la despensa y la escuela, abrir los corazones e inocular el altruismo y la generosidad en el alma hispana, pero difícilmente lograremos una democracia moderna si no reformamos nuestro marco jurídico, mejoramos la representatividad, conseguimos hacer efectiva la independencia judicial y de los órganos reguladores, exigimos la transparencia y la rendición de cuentas de los gobernantes y convertimos al ciudadano en el verdadero protagonista del sistema político.