Conocí a Justino hace ya muchos años. Fue un encuentro casual en una de esas prácticas de campo que, en los años noventa del pasado siglo XX, realizaba con mis estudiantes de la Universidad de Salamanca por la zona oeste de Zamora. Conversamos no más de treinta minutos, tiempo suficiente para comprobar que Justino era una persona que se había hecho a sí misma en una época muy complicada: la posguerra, la emigración a Europa y la vuelta a casa tras más de treinta años de múltiples penurias. En esos minutos Justino fue capaz de resumir la intensidad de su vida. Compartimos los teléfonos y desde entonces, al menos una vez al año, me he interesado por sus cuitas. Cuando hablamos, suelo pedirle algún consejo sobre las cuestiones que me preocupan. Y aunque mis problemas sean de envergadura, Justino siempre repite lo mismo: "Adelante, siempre adelante".

Las lecciones que he aprendido de Justino son irrepetibles. Pero no son las únicas. Hace aproximadamente nueve años conocí a otra persona muy especial: el abuelo Miguel. Nacido en la zona norte de la provincia, muy cerca de Benavente, Miguelón, que así lo llaman en su pueblo, ha dedicado toda su vida a aprender; sí, aprender a partir de los latigazos, que, al menos en su caso, han sido espectaculares: huérfano de madre a los siete años, con tres hermanos menores que él en una época en que las caricias de un padre o de una madre son tan o más importantes que un trozo de pan o un vaso de leche sobre la mesa. Miguel, sin embargo, supo levantarse, por más que el cansancio, los sinsabores y las pesadillas de la vida cotidiana invitaban a sentarse y dejar de caminar. Pero no: ha seguido adelante, siempre adelante, como me cuenta cada vez que conversamos. Ahora sus nietos lo adoran. Y, claro, no es para menos.

Justino y Miguel son encantadores. Los admiro no solo por lo que han hecho en la vida, sino principalmente por la manera como se han enfrentado a los desafíos del día a día. Del mismo modo que disfruto con Felisa, una mujer que apareció en mi biografía, por pura casualidad, en una localidad muy próxima a la capital zamorana. Fue en uno de esos placeres dominicales que suelo brindarme a mí mismo muy de vez en cuando. Allí estaba ella, con una vestimenta negra, de esas que aterrizan en nuestra memoria cuando echamos la vista atrás y aparecen los fantasmas de los pueblos castellanos de la posguerra. Con cerca de ochenta años, cuidaba una docena de vacas en una pradera comunal. Me acerqué a conversar con ella y, como suele ser habitual en estos casos, surgió el flechazo. Otra vez me topé con una persona que, a pesar de los múltiples aguijones de la vida, siempre había tirado para adelante. Siempre.