Aforismo acuñado por Churchill es que la Democracia es el menos malo de los regímenes políticos conocidos. Con este apotegma, el Nobel de Literatura y estadista de la resistencia democrática frente a la agresión nazi pretendía reflexionar sobre las deficiencias y las bondades de la Democracia como forma de Gobierno. La Democracia no es el mejor régimen político, pero sí el mejor de los hasta ahora probados. Es el que al parecer nos permite con mayor certeza la participación de los ciudadanos en su propio gobierno; el que mejor reduce, según Kelsen, la inevitable pérdida de autonomía individual que condiciona el contrato social; y por tanto, el que de un modo más fiel garantiza la libertad, la soberanía popular y la justicia, porque al ser el pueblo quien se gobierna y dicta sus leyes, no puede ser injusto, pues como diría Rousseau, "no hay nada injusto respecto a sí mismo". Hasta aquí el elogio de la Democracia, de su teoría, porque la práctica es arena de otro costal.

En la práctica, la Democracia -o mejor, sus modelos sancionados-, no tiene un único perfil, y las diferencias entre unos y otros modelos pueden ser abismales. De ahí la necesidad de analizar cada régimen, que así se titula, de un modo pragmático y observar, más allá de la fidelidad a los fundamentos o de la mayor o menor soberanía cedida, si satisface a los ciudadanos, permite el control del Gobierno por estos, garantiza los derechos y las libertades, el respeto a las minorías y la gestión transparente y eficaz de los asuntos públicos. En definitiva, si el sistema funciona y los gobernados están razonablemente satisfechos con sus instituciones y sus gobernantes. Y aquí nos encontramos con un esencial escollo: la selección de estos, los cuales deberían ser, no los mediocres o los menos malos, sino los mejores, pues para eso disponemos de la libertad de elección.

Humano es errar, pero también lo es corregir, pues todos buscamos el bienestar y huimos del dolor y el sufrimiento. Si algo nos ha causado aflicción o pérdida de bienestar, tratamos de enmendar los errores y rectificar, para no volver a sufrir sus dolorosas consecuencias, pues más vale prevenir que lamentarse de los perjuicios o quebrantos sufridos por una mala decisión.

Llevamos cuarenta años disfrutando de un régimen democrático que nos ha traído derechos y libertades, prosperidad e igualdad, seguridad y justicia. Un régimen que nos permite expresar nuestras opiniones sin temor, elegir a nuestros gobernantes y participar de forma indirecta en la gestión de los asuntos comunes.

Sin embargo, no hay que ser demasiado avispado para percatarse de que adolece de graves defectos e insuficiencias. La desafección generalizada de los ciudadanos hacia los políticos, la extensa y profusa corrupción, el alto coste de los servicios públicos y su pobre eficiencia, la rampante desigualdad y la desconfianza hacia los gobernantes, y por ende a las instituciones que regentan, indican que el modelo democrático que nos hemos dado ya no funciona, o al menos no funciona como debiera, y que el procedimiento de selección de los gobernantes ni es el mejor ni el menos malo, sino francamente mejorable. De no ser así, no nos equivocaríamos tanto, y la probidad y eficiencia de muchos de los elegidos no se pondrían en tela de juicio cada día, ni recibirían la reprobación general y la condena de los tribunales.