La posibilidad de que vayamos a unas nuevas elecciones generales el próximo 26 de junio ha reabierto el debate sobre la duración de las campañas electorales y, sobre todo, del coste que genera para las arcas públicas que, como es sabido, se nutren de los impuestos de todos los ciudadanos. Desde un punto de vista legislativo es imposible retocar el calendario para esta nueva ocasión, al exigir una reforma constitucional. Pero eso no impide, en cambio, un pacto para abaratar un presupuesto que supera los 130 millones de euros. Para empezar, el tradicional buzoneo de propuestas y papeletas tiene poco sentido en el mundo global y digitalizado en el que vivimos, máxime cuando la incidencia de las campañas sobre la decisión de los electores tiene que ver más con lo emocional y la capacidad de comunicación. Un ámbito en el que, por cierto, los debates de televisión son todo un exponente y, encima, suponen un coste cero para el bolsillo de los votantes.

Cabe exigir, por tanto, a los distintos partidos en liza una pizca de responsabilidad para evitar otro exceso de gasto que, por el contrario, bien podría destinarse a proyectos sociales y de empleo. No creo que la sociedad española necesite un nuevo período intenso de mensajes políticos cuando disponemos, como nunca hasta ahora, de abundantes elementos de juicio de lo que piensa cada formación y del talante de cada uno de los principales líderes. Porque si de algo han servido estos meses desde los comicios del pasado 20-D es para conocer minuciosamente de lo que son capaces unos y otros, sin necesidad de esperar ahora a una nueva campaña electoral, habitualmente tediosa y siempre cara.

Se trata, en definitiva, de poner un poco de coherencia, y hacerlo además en un año en el que hemos tenido elecciones europeas, andaluzas, catalanas y generales. O sea, que vivimos en una constante campaña electoral y la saturación solo puede traer hastío e indiferencia.

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