La nación surgió con la Ilustración como sujeto de una nueva legitimidad soberana, como el conjunto de los ciudadanos que habitan un territorio con voluntad propia, proveedora de derechos y libertades, fundada en la igualdad de los individuos que la componen. Pero esta idea de nación democrática, plural y diversa, pronto degeneró en su contrario: uniformadora, censora de desviaciones y heterodoxias, expansionista, chauvinista, epónimo de una raza. El ciudadano, con sus derechos y libertades, con su soberanía compartida, dejó de ser el fundamento de la nación y fue sustituido por el mito sagrado, la unidad de destino, la ligazón atávica, que como imaginario simbólico unía a los individuos por un origen y sentimiento comunes irrefutables. Era la hora de los fundamentalismos políticos que tanta desgracia y muerte trajeron con su exaltación identitaria en la primera mitad del siglo pasado. La nación, transmutada en patria, representa las virtudes de la raza, dirá Hobsbawm, razón última de la unidad, el sacrificio y el heroísmo, pero también escudo con el que gobernantes de distinto pelaje arengan al pueblo para asegurar su adhesión y sumisión.

Conocemos bien la historia. El patriota es aquel que se identifica con la esencia de la raza, que se pone a su servicio por encima de sus intereses, que se entrega. El patriota es por encima de todo un servidor, generoso, entregado, leal, inasequible al desaliento. Es ese individuo admirado, héroe de la comunidad, que no repara esfuerzos para entregar incluso su vida en aras del mito sagrado. Los fundamentalismos públicos siempre esconden egoísmos privados. Las enormes fortunas opacas que acopian en vida los dictadores, exaltados patriotas, son la prueba palmaria de su generosa entrega.

Por fortuna, la nueva era de Internet permite hoy descubrir lo que hasta ayer pertenecía al arcana imperii. "El poderoso percibe pero no permite que se le perciba", dirá Elias Canetti en "Masa y poder". El secreto ocupa la misma médula del poder, el báculo que permite al poderoso conservarlo y sobreponerse a los ataques de los subordinados. La transparencia que Kant exigía como condición moral de la acción de gobierno hoy es revelada por los ciudadanos. Los documentos filtrados de Wikileaks, la lista de Hervé Falciani, los papeles de Panamá que ha desvelado el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, ICIJ, muestran el desgarro parcial del velo que protegía el secreto y la omnipotencia de los poderosos. Cuentas bancarias opacas, sociedades "offshore", paraísos fiscales, permiten a cientos de gobernantes patriotas y a sus imitadores plebeyos acumular grandes fortunas ocultas al Fisco y a los ciudadanos, empero forzados contribuyentes a los que el Estado no les permite el menor desliz.

Rasgado el velo de los arcana imperii, los poderosos no por eso han perdido la batalla. En los regímenes autocráticos acudirán al socorrido argumento de la desestabilización del enemigo exterior contra la patria o a la calificación de materia sensible para la seguridad del Estado; en los democráticos, los recovecos legales, la libertad de comercio, la maldad de los gestores serán el escudo protector contra la revelación de la infamia. No tienen por qué preocuparse. Los doce jefes de Estado o primeros ministros, los ciento veintiocho políticos y las miríadas de ricos y famosos que figuran en los documentos filtrados no verán mermado su patrimonio ni sufrirán penalización por parte de la respectiva Hacienda. Sin duda, saldrán airosos del lance. Pero debemos estar alerta. Sabemos que la evocación de la patria, también por parte de los no políticos, suele encubrir trampas, traiciones y engaños.