Sabido es que vivimos en un mundo de contradicciones, donde la ambivalencia gana enteros por encima de lo sencillo y lo diáfano. Sucede en cualquier orden de nuestra existencia. Estamos, de hecho, rodeados de esa incomprensible lógica de las cosas, gracias a la propia condescendencia con la que, generosamente, actuamos. Ese extraño cambio de los principios de la razón se ha ido colando en nuestro mundo cotidiano, con una permisividad espeluznante, hasta el punto de que hemos optado por asumir ese desorden, agazapados e inmóviles, en lugar de poner coto a lo antinatural. Es el mundo al revés, donde menos es más y viceversa.

Vayamos con varios ejemplos, diferentes pero tan iguales en su esencia. En la política nacional se aprecia nítidamente esta contradicción rampante. Los menos votados lideran, de manera apabullante, la agenda diaria y, quizá, los designios del país en unas pocas semanas. Y si bajamos a la esfera regional, la experiencia acumulada ya no es sinónimo en muchos casos de impulso o de incentivación, sino de renqueante parsimonia.

Hemos ensalzando ante las nuevas generaciones que las claves del éxito están a veces en el regate y el puntapié a un balón y no en el avance de la ciencia o en el sesudo trabajo de investigación. Deportamos a su país de origen, a la trinchera del miedo y la barbarie, a quienes cruzan nuestras fronteras solo en busca de un proyecto de vida sin guerras ni odios. Perseguimos fiscalmente hasta la extenuación a quien, seguramente por ignorancia, ha dejado de contribuir con unos pocos euros al fisco, mientras se escapan impunemente al control los poderosos insolidarios con la hacienda pública. Subvencionamos con sorprendente agilidad al que más tiene en lugar de hacerlo con el pequeño y valiente emprendedor. En fin, son solo algunos ejemplos de un listado extenso e inabarcable, donde la supuesta coherencia de las cosas hace tiempo que dejó de existir. Todo ya es pura contradicción.