No podemos permanecer con esa pasividad abrumadora ante el destino incierto de miles de refugiados, sobre todo sirios, que huyen de una guerra sin cuartel en la que todos son blanco de todos: el ejército, el Daesh, los grupos rebeldes, los cazas rusos e incluso los norteamericanos que a veces la pifian en forma de daño "colateral". Siria y toda la comunidad internacional están en el deber y la obligación de encontrar la paz que se resiste a las conversaciones, precisamente de paz, que nunca llegan a fructificar, a pesar de ser el diálogo la mejor vía de entendimiento.

Europa y el mundo deben abrirse al dolor, al suplicio por el que están pasando cientos de familias, en lugar de apretar los dientes y cerrar el corazón para que no se les escape un solo sentimiento. Le doy la razón a mi querido Manuel Fuentes, que ahora lleva las riendas de Amnistía Internacional en Zamora y que ha hablado claro sobre los refugiados. La desesperación de cuantos se encuentran en semejante tesitura, ante el cierre de las fronteras, llevaba días pasados a un millar de refugiados a tratar de sortear la valla que separa Grecia de Macedonia. La instantánea que, a buen seguro, todos hemos visto en las páginas de internacional y en la pequeña pantalla, son espeluznantes, de las que hielan la sangre.

Eso no puede estar pasando en Europa, que ya tuvo su castigo, sobre todo en la II Guerra Mundial y que parece no haber aprendido nada. Aquellas escenas que el cine nos ha prestado tantas veces en blanco y negro y color, se están repitiendo de nuevo solo que con mayor crudeza, porque en todas las escenas, los niños son mayoría. Superar un torrente de agua helada no debe ser fácil. El ansia por llegar, posiblemente a ninguna parte, el anhelo de vivir, el de huir del estruendo de las bombas y de un final mortal seguro, les hace correr otros peligros con los que no contaban. Contemplando la cadena humana que cruzaba el río Suva Reka, donde no hay verja, pero hay mucho peligro, vi llorar a mi buena madre desconsoladamente. "¡Pero es que nadie puede evitar esta vergüenza!" me decía entre sollozos. "¡Pero es que no hay nadie que se apiade de estos niños!". Y extendía sus brazos como queriendo acogerlos en su doble regazo, el de madre y el de abuela que le confiere puntos extra. Puede que haya voluntad en los gobiernos, lo que no hay es capacidad para gestionar el drama de los refugiados. Familias enteras que veían Europa como una solución y ahora ven al viejo continente como un problema. Como ser humano siento vergüenza, la mía y la ajena, la de aquellos que no se plantean una salida que dé al traste con la situación y que debe pasar ineludiblemente por la acogida y la inserción. Se nos llena la boca hablando, solo eso, de derechos humanos y se están conculcando, se están pisoteando en Turquía, en Grecia, en Macedonia donde se les recibe a palos, en medio de la pasividad de acción de todos.