Gana población, aunque poca, la periferia, pierde de forma abrumadora el centro y el casco histórico. Esta frase resume el informe del Instituto Nacional de Estadística sobre la capital zamorana que dibuja una ciudad en la que comienza a hacer mella la emigración y cuya distribución demográfica queda afectada de forma directa por la fenecida burbuja inmobiliaria.

Ese mapa que trazan los datos estadísticos confirma la expansión desigual y descompensada de un urbanismo cuya planificación, aderezada de polémicas como la anulación del Tribunal Supremo de las normas de 2001, no se ha traducido como cabría esperar en un mayor ordenamiento. Al contrario. Los barrios que más han incrementado habitantes coinciden con dos extremos de la ciudad: hacia el sur San Frontis, en la margen izquierda del Duero y Vista Alegre, situada en la entrada este de la ciudad. En ambos casos un factor determinante que ha jugado a favor de su crecimiento es que su lejanía con el centro también supone un abaratamiento de la vivienda, un atractivo indudable para aquellos pocos que se han atrevido a adquirir vivienda en un año, 2015, en el que la economía zamorana siguió mostrando gran debilidad.

La expansión de San Frontis se consideraba, desde el punto de vista urbanístico, una consecuencia natural de un fenómeno positivo: la integración de ambas márgenes del Duero en una ciudad de la que se decía, daba la espalda al río. Un hecho nada extraño si se tiene en cuenta que, entre otras cosas, la ubicación original de la ciudad lo tuvo en cuenta siempre como un elemento defensivo más de la fortificación que constituyeron sus tres recintos amurallados y no como una arteria de comunicación.

El caso de Vista Alegre, sin embargo, representa el paradigma de esa burbuja inmobiliaria que dejó por el camino pisos a medio construir o urbanizaciones fantasma donde los inquilinos tienen que hacerse cargo de gastos de comunidades en las que tienen como indeseables vecinos a los bancos que han accedido a ellos mediante desahucios y quiebras. Y esas entidades, según denuncian organismos como la Cámara de la Propiedad, no siempre están al día con los pagos de recibos.

Pero, independientemente del desastre inmobiliario, el Ayuntamiento, o sea el conjunto de los ciudadanos zamoranos, ha tenido que asumir los gastos para que esos habitantes tengan acceso a los mismos servicios que los del centro, esa zona que pierde población. La pierde en el que tradicionalmente se ha considerado el eje de mayor poder adquisitivo, desde el ensanche, en la zona de Víctor Gallego, La Marina y Tres Cruces, hacia el centro, Santa Clara y, de forma dramática, en el corazón del casco histórico, que ha visto cómo en un año se esfumaba el 8% de sus habitantes.

No es necesario ningún estudio sobre lo que cualquier paseante puede ver con sus propios ojos, en particular por la noche y en estos meses de invierno: la soledad de sus calles y la ausencia de bullicio de niños o jóvenes. Porque ese es el segundo elemento: la mayor parte de quienes viven en una zona privilegiada por su entorno son mayores de 65 años. Durante los años de bonanza los constructores se quejaron reiteradamente de que el Plan del Casco Histórico encorsetaba demasiado la construcción, que los obligatorios seguimientos arqueológicos, necesarios para la correcta conservación de tan importante patrimonio, encarecían aún más y ralentizaban las operaciones. El nuevo plan para la zona histórica que anunció reiteradamente el anterior equipo de Gobierno municipal nunca vio la luz.

Pero la necesidad sigue siendo la misma o más urgente, si cabe. Porque el corazón del casco antiguo de Zamora cada vez se encuentra más desconectado de la actividad habitual de la ciudad. Influye, claro está, su ubicación, puesto que, al contrario de lo que ocurre en otras urbes, en la capital zamorana no coinciden el centro histórico con el comercial y de negocios.

Intentos como la construcción del Consejo Consultivo han quedado, por lo que se refiere a la revitalización del casco, en nada. Y el atractivo turístico de los monumentos o de centros como el Museo Baltasar Lobo, este último víctima de una enfermiza provisionalidad, se enfrenta a una temporalidad y a unas cifras que todavía no permiten confiar en él como fuente de ingresos que permita la apertura de negocios. Ese sigue siendo el flanco más débil de la zona: no se trata ya de la inexistencia de colegios, guarderías o institutos, sino de simple comercio, una actividad que se ha revelado difícil durante la crisis en general para toda la ciudad y casi imposible una vez que se traspasa la Plaza Mayor.

La rehabilitación de viviendas, uno de los campos en los que los constructores zamoranos ponen sus miras para recobrar aliento después de haber sufrido pérdidas abultadas en los últimos años, no ha seguido el ritmo iniciado en los años 90. Hoy en día, en el corazón del casco antiguo de Zamora conviven las viviendas de lujo y de precio poco asequible para la mayoría de los zamoranos de a pie, derivadas de aquellas actuaciones, con las viejas casas ocupadas por los habitantes de siempre, los más mayores, con suerte. Sin ella, con las ruinas y con los solares vacíos.

Y ese paisaje lleno de tachones entorpece el magnífico conjunto tan valorado por quienes nos visitan, hasta el punto de habernos colocado en las últimas semanas entre los destinos más recomendables el año próximo en las guías internacionales de referencia para viajeros. No basta con pintar bonitos murales en las paredes desnudas, que artísticamente funcionan y son admirados por los turistas por su calidad indudable, lo que hay que borrar son esas cicatrices de miseria urbanística que tanto afean el entorno.

Urge, por tanto, la potenciación de la zona, igualmente prometida por los nuevos responsables del Ayuntamiento, que debe contar con el acuerdo de los principales agentes operantes y de los vecinos de la zona, los directamente afectados. O se actúa rápido o será el centro de la ciudad histórica lo que acabe por transformarse en una suerte de extrarradio en decadencia.