Han pasado 40 años desde la muerte de Franco. Los que éramos jóvenes somos ahora viejos. Los que ya eran mayores entonces, muchos de los cuales habían luchado en uno u otro bando en la guerra civil, ya no pertenecen a este mundo, o pocos son los que sobreviven aún. Los que eran niños o adolescentes son ya personas maduras. Y otros muchos, todos los menores de 40 años, no habían nacido. Pero quienes vivieron esa fecha del 20 de noviembre de 1975 no pueden olvidar ese día y lo que ese día significaba como fin de una época y punto de partida de una nueva era, en la que de todo ha habido y hay, pero en libertad y democracia, más o menos.

Si no se ha olvidado tan histórica y decisiva efemérides de sentimientos encontrados por parte de quienes la vivieron, parece que tampoco la han olvidado ciertos historiadores, siempre a la que salta, como lo demuestra la aparición de nuevos libros sobre la figura del general coincidiendo con el ya lejano aniversario de su fallecimiento. Claro que podían habérselos ahorrado, si bien no sorprenden apenas tampoco dados sus conocidos posicionamientos ideológicos. Preston, el hispanista británico, ofrece una reedición de su biografía del dictador y lo hace de manera tan poco rigurosa en algunos aspectos como para llegar a declarar que Franco fue comparable con Hitler, como si la historia y los datos no estuviesen ahí, incluso tratándose de la historia hecha por los contrarios. Claro que no menor es la demagogia de otro historiador, el español Ángel Viñas, al asegurar que a los pocos años de su acceso a la jefatura del estado el general poseía una fortuna equivalente a 300 millones de euros.

El inglés, cuando compara a Franco con Hitler se olvida, entre otras muchas cosas, del carnicero Stalin en Rusia y de que el extraordinariamente inteligente Churchill, primer ministro de su tan democrático país, se negó en redondo a apoyar a la democrática república española, justo lo mismo que hicieron las demás naciones del entorno y fuera del entorno. Por algo sería. Salvo la consabida excepción soviética con sus consabidos fines. En cuanto al otro historiador resultan tan desmedidas algunas de sus acusaciones sin pruebas que llega a dar la impresión de saber muy poco de Franco y de su época, un militar africanista hecho a una vida austera, casi espartana en algunos aspectos, aunque a espaldas suyas la familia fuese acumulando riquezas e influencias. Le regalaron el pazo de Meirás y lo aceptó, pero rechazó el palacio de San Sebastián que le ofrecieron sus autoridades. El reciente libro de Pilar Eyre sobre Franco como persona, el más honesto junto al de Jesús Palacios y el norteamericano Stanley Payne, revela detalles sorprendentes sobre su vida en El Pardo y desmonta viejos tópicos. Comparar la corrupción de entonces con los grandes escándalos de la corrupción en democracia, ahora mismo, resulta un chiste de mal gusto.

La polémica en torno a Franco seguirá siempre. Sus logros sociales y económicos no se pueden ocultar, por más que algunos no dejen de intentarlo, aunque tampoco se pueda negar la dureza de su dictadura, sobre todo en épocas determinadas. Pero hora es ya de dejar que los muertos reposen en paz.