Abandoné Las Viñas por la carretera de la Estación. Crucé Cardenal Cisneros, seguí por la calle Villalpando y, bordeando el Obispo Nieto, llegué al bosque de Valorio. A mi ritmo. Como en otras ocasiones.

Allí, hojeando una revista, leí que muchos de nosotros viviremos solos en algún momento de nuestra vida. Sentí un alivio.

Actividades tan ordinarias como disponer del sofá, cambiar de canal sin necesidad de negociar, deambular por la propia casa con sombrero o en bolas, como mejor plazca, improvisar planes sin tener que dar explicaciones o comer cuando apetece, son lujos que, normalmente, no están a tu alcance si vives en compañía.

Con la soledad llega el silencio y su ejercicio voluntario es un disfrute. No digo que el estado ideal del hombre sea la soledad. En absoluto. Somos animales sociales y, como tal, estamos programados para vivir en compañía pero tras pasarnos el día atentos a las redes sociales y al móvil más que a nuestro entorno inmediato, la soledad ofrece un reposo balsámico. Es como si nos proporcionara el marco adecuado en el que contactar con uno mismo sin interferencias que distorsionen.

Sería, esta, razón suficiente para reivindicarla. Pero hay más: la intimidad favorece la creatividad.

Por evitar el rechazo, con frecuencia adaptamos nuestras conductas a la norma que impone la mayoría. Forma parte de la condición humana renunciar a la propia individualidad por ganar la aprobación del grupo.

La soledad, en este sentido, supondría una ruptura. Abrirse al pensamiento propio, a la originalidad. Dejarte llevar por tu instinto y, sencillamente, aguardar. Esperar, sin desvelos ni sobresaltos, con la tranquilidad de quien intuye que es en el desierto donde surgen revelaciones. En el silencio, las confidencias.

Unamuno, Baroja y Machado o nuestros cercanos Claudio Rodríguez y Agustín García Calvo, por citar algunos. Todos ellos auténticos creadores, preferían los largos paseos a las multitudinarias fiestas y es en aquellas caminatas donde ordenaban su pensamiento. Convendría recuperar esa tradición andarina a la que tan aficionados fueron. Al fin y al cabo, la soledad no tiene que ver, necesariamente, con la ausencia o presencia de personas.

Ya Catón el Viejo sentenciaba, allá en su quinta romana, según cuentan, que "nunca alguien está menos solo que cuando está consigo mismo". Han pasado más de dos mil años, desde entonces, y todo sigue igual. Y es que, nada cambia en el mundo emocional.

Será otra la fachada de los pueblos. Diferentes los nombres de las estatuas, los mercados de sus plazas, los altares y las costumbres.

Cambiará la narrativa de las cosas y, en futuras primaveras, alguien hollará los senderos que hoy transitamos pero, por más que cada tiempo tenga sus cuentos, los sentimientos serán los mismos.

Las emociones nunca pasan. Ni se alteran.

Permanecen.