La musicalidad no es exclusiva del canto o las interpretaciones musicales. Más allá de las manifestaciones del sonido, el arte genera melodías. La pintura, la poesía, la escultura, la arquitectura o la danza. Todas tienen su pentagrama.

Particularmente, me deleita la armonía del lenguaje. Mi pasión son las palabras.

Me gustan todas. Las estilizadas y limpias. Las gruesas y pringosas. Las crujientes y desvencijadas. Las quebradizas y pejigueras. Las transgresoras. Las proscritas. Las que presentan aristas. Las pulidas. Las ardientes como pasión, arrebato, clímax, trémulo o espasmo, tanto como las violentas del tipo huracán, galerna o tempestad.

Me gustan las palabras contrahechas, rezongonas, picajosas. Las hoscas y ceñudas. Las austeras. Las exuberantes. Las ligeras. Las livianas. Las atronadoras, explosión o dinamita, tanto como las apenas perceptibles como murmullo, susurro, rumor o bisbiseo. Las deleznables, como prestamista, embustero, asesino, usurero o terrorista, tanto como martirologio, floripondio o brigadier.

Me gustan las altivas. Las provocadoras. Las ampulosas. Las recién nacidas. Las elegantes y respetuosas. Las inútiles del tipo señoría, reverendo, ilustrísima o vuecencia. Las cercanas como agricultor, artesano, desconcierto o alfarero. Las vergonzosas, como patera, corrupción, desahucio, tortura, alambrada o ablación. Las del tipo cielo santo o cara guapa. Las floridas, como margarita, refrigerio, semillero, florilegio, campanario o trampantojo. Las perezosas que bostezan, somnolientas y aburridas, en penumbra.

Me gustan todas. Absolutamente todas. Las incomprensibles, incluso, como escatológico, heurístico o paráclito.

Es un mundo, el suyo, insondable y misterioso. No en vano, pertenecen al género femenino y, como si de mujeres se tratara, dominan el arte de la seducción. Les gusta sentirse diferentes. Su poder de atracción es igual a la capacidad de evocación. Son como teas encendidas que nos fueran descubriendo imágenes y sensaciones por más que no siempre las veamos. Sucede que, como a cualquier pasión, a las palabras hay que dedicarles tiempo. Cortejarlas sin desmayo. Ser constantes en el galanteo para que su llama no se apague y acabe desvelando el verso.

Me gustan las palabras oscuras, azabache, noche o mineral, tanto como lapislázuli, destello, canícula, albor o centelleo. Las perfumadas, como tilo, jara, romero, laurel o menta. Las imposibles del tipo cortafríos, desalmado, hierbabuena, aguafuerte, claroscuro, duermevela o parteluz. Las que, nacidas en el claustro azulejado de un convento de clausura, balbucean confidencias, como celosía, misticismo, noviciado o letanía.

Me seducen las definitivas, las concluyentes. Esas que encierran en tres o cuatro sílabas verdaderos tratados de personalidad, como correveidile, metomentodo, marimacho, entrometido, meapilas, lameculos o sabelotodo.

Me gustan las palabras porque son el principio de las cosas. Porque facilitan la comunicación. Porque tienen su propia música. Porque regalan imágenes a poco que estés atento. Porque nacen del silencio.

Pero si por algo me fascinan es por su componente revolucionario.

Y es que, a veces, aflora su carácter agitador. Sucede cuando la metáfora, más allá de la mera evocación, trasciende el verso y se transforma en denuncia social.

Será esta la razón, supongo, por la que la palabra compromiso me gusta, sin ninguna duda, infinitamente más que indiferencia.