El verano de mi infancia es la estación del calor y la trilla. La lentitud de la tarde. La calima sucia difuminando formas. Toquillas negras y sombras huidizas sobre tapiales de adobe. Rostros ceñudos. Paisajes ásperos. Cardos y brezo.

Es la comarca de Tábara. Tierra de lobos, fronteriza. De transición entre Aliste y Campos. Zona recia de La Culebra en la que, durante siglos, los nativos levantaron asentamientos con la arcilla de sus barreros, procrearon y crecieron.

En la inmensidad de la llanura todo es monotonía. Sensación de derrota, con frecuencia, sus campos agrietados. Sin embargo, estos paisajes tienen magnetismo.

Es como si proporcionaran el marco adecuado en el que contactar con uno mismo sin interferencias que distorsionen, pero en aquellos años yo llegaba del norte. Un mundo diferente en el que los perfiles no son tan rotundos ni los colores tan violentos como en la estepa castellana, y es que la bruma del mar lo suaviza todo.

Recuerdo que las eras estaban en las afueras del pueblo. En llanuras abiertas para aprovechar la brisa en la labor de aventar y que la mayoría estaban empedradas con cantos primorosamente colocados que se barrían con escobones antes de esparcir el cereal. La de mi abuelo era grande y tenía una ligera pendiente. Nunca la vi encharcada.

En la trilla, siempre el mismo ritual. Sobre la alfombra circular de espigas un tablón grueso, con pedernales cortantes, arrastrado por una pareja de bueyes girando cansina sobre la mies por separar el grano de la paja.

Los chiquillos nos subíamos en él y, a veces, caíamos en la parte delantera de la tabla. El trillo nos pasaba por encima, entonces, y nos dejaba el cuerpo magullado.

Cuando el cereal estaba completamente triturado los hombres lo volteaban con una pala. Era el momento mágico que esperábamos con impaciencia para atravesar corriendo, con los ojos cerrados y manoteando al aire, la nube de polvo que se formaba. Después, a escondidas, nos tirábamos en los montones del trigo, ya limpio, y nos sumergíamos en aquel inesperado mar granulado que podíamos manipular a nuestro antojo.

Aún recuerdo, con nostalgia, los pajares y paneras de la infancia?

Más allá del cristal de la ventanilla, en aquel abrasador verano del cincuenta y siete el campo reverberaba. La canícula era asfixiante. El tórrido sol de mediodía caía a plomo y cuando bajé del autobús y me adentré en las calles vacías de aquel pueblo somnoliento sentí la brutal ausencia de las montañas asturianas.

Yo era un niño, entonces.