Cuánta energía gastada inútilmente en un sueño de la razón identitario! ¡Cuánta energía que estaría mucho mejor empleada en la lucha contra enemigos que nos son comunes: la desigualdad, el déficit democrático, la corrupción política y económica, el paro!

Escribía el pasado sábado en el diario catalán de referencia un periodista tan lúcido como Gregorio Morán que ya la gente en Barcelona no se pregunta "¿cómo estás?", sino "¿cómo lo ves?".

Muchos de los que allí viven y no llevan la venda identitaria ante los ojos expresan la misma queja. No se puede llevar a cabo una conversación sin que más tarde o más temprano salga un tema que divide profundamente, que fractura a aquella sociedad como es la actitud de cualquiera de los interlocutores ante la independencia.

Quienes hemos vivido bajo el franquismo sentimos todavía una fuerte nostalgia de aquella otra Barcelona de nuestros años mozos: era una ciudad cosmopolita y europea, que envidiábamos profundamente desde la meseta, sobre todo por su proximidad a los Pirineos.

Lo había sido ya a principios del pasado siglo. Allí floreció el modernismo -había un gran eje cultural y artístico Barcelona-París- cuando Madrid era todavía una ciudad de funcionarios y burócratas, además de un tanto pueblerina.

Para quienes éramos jóvenes durante la Dictadura, viajar a Cataluña era acercarse a Europa. Por allí pasábamos, camino de Perpiñán, para ver las películas que la censura había prohibido aquí: "Muerte en Venecia", de Visconti, o "El último tango en París", de Bertolucci.

Cataluña era además la "Nova Cançó", de Serrat, Pi de la Serra, Lluis Llach, Guillermina Motta, el valenciano Raimon o la mallorquina María del Mar Bonet, que nos traían ecos de la Francia mucho más libre de Georges Brassens, de Léo Ferré, de Moustaki, o de la Bélgica de Jacques Brel.

Barcelona acogía además por aquellos años a un pujante mundo editorial en castellano -Carlos Barral, la agente literaria Carmen Balcells- y era un importante punto de encuentro de escritores de ambos lados del Atlántico, entre ellos los del llamado "boom" latinoamericano: los Vargas Llosa, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Donoso y otros. Era un poco lo que había sido París entre las dos guerras.

Ahora, Barcelona parece, por el contrafrío, una ciudad cada vez más encerrada en sí misma, una ciudad que se mira constantemente el ombligo, que parece haber renunciado al carácter abierto y profundamente cosmopolita que una vez tuvo para degenerar en simple meta turística, que no es ni mucho menos lo mismo.

Una ciudad cada vez más aquejada de una fiebre nacionalista irresponsablemente alimentada por unos políticos tan ambiciosos como mediocres que se crecen ante la falta de argumentos de un presidente del Gobierno a quien solo se le ocurre decir, sin que allí acabe de creérsele, que ama a Cataluña.