Cuántas lluvias a sus espaldas! ¡Cuántas horas de escarchas y de fríos! Por no enumerar los amaneceres raros cubiertos por un manto de cenceña bajo el cual se adivinan formas caprichosas que a lo largo de la noche ha ido dibujando la escarcha.

Y sobre su cuerpo, el peso de una vida trabajada de sol a sol. Espaldar, que soporta el desánimo porque no hay lugar para los sueños. Acaso estos duerman lejos, allí donde se triplica el valor de lo que aquí es miseria.

Y vienen y se los llevan enmascarando el engaño bajo el disfraz de la sonrisa.

Pero no desfallecen. Vuelven al surco, a la arada, al huerto, al erial o al monte. Regresan para seguir volteando la tierra, para dejar sembrada la simiente que cuaje paridera mañana de nuevos frutos.

Aquí no bajan ángeles que guíen las yuntas y abran surcos con el arado.

Al menos eso cuentan que le ocurrió a san Isidro.

Aquí el milagro es llegar a fin de mes, que el cielo no desencadene una tormenta cuando el fruto está sazonando o el granizo tumbe los trigales o dé al traste con la cosecha.

Aquí el milagro es poder acercarse cada jueves al mercado, plantar sus puestos y esperar a que lleguemos nosotros, compradores de su sudor.

Y si nos piden diez ofertamos ocho en un impúdico regateo.

Volvemos a robar sus sueños.

¿Quién sería capaz de valorar su trabajo sin haber doblado la espalda sobre la tierra y remover con la azada o escarbar con las manos en busca de la escarola, de la patata, de la zanahoria, para ofrecérnoslos limpios?

Antes de regatear, observemos sus manos, sus rostros, sus espaldas encorvadas, su cansancio de vivir. Pero no lo hacemos y volvemos más tarde, cuando de nuevo recogen con parsimonia y desilusión lo no vendido. Nos alertamos para volver a ofertar, ya no ocho, sino cinco, sabiendo que el hortelano se va a rendir. Al menos no he de volver con las alforjas vacías, piensa, mientras entrega sus pimientos, sus coliflores, sus berzas, sus manzanas, sus nueces, sus castañas, sus flores, por la miseria ponemos en esas manos curtidas.

Y nos vamos con la dicha de la ganga en la bolsa. Felices, acaso pensando en la picardía y en que hemos sido capaces de engañar sin nosotros caer en el engaño.

Hemos burlado su fatiga, sus muchas horas de trabajo, sus intemperies.

Me imagino que nuestras conciencias están a salvo porque una y otra vez lo repetimos en cada mercado, en cada puesto, en cada ocasión. La conciencia se ha ennegrecido y no siente porque lo comprado nos va a saciar el apetito.

Se cuenta que Diógenes al reconocer a un ladrón de mantos en los baños públicos le dijo: "¿A qué vienes, a desnudarte o a vestirte?"

Luego, en las tertulias, arengamos contra los explotadores, contra los que creemos que no valoran nuestro trabajo, contra los que nos exprimen hasta la última gota de un sudor menos agotador que el que supone estar constantemente luchando contra la intemperie.

Esto me hace recordar la letra de un fandango: "Qué culpa tiene el tomate de estar tranquilo en su mata si llega un tío malaje y lo mete en una lata".

Hace años, cuando los quehaceres agrícolas no estaban mecanizados, era un gusto visitar las eras, las parvas, los trillos girando una y otra vez sobre los cereales para extraer su grano y convertirlos en bálago.

Había cantos de siega, como los había de vendimia. El calendario que marcaba las tareas agrícolas tenía sus rituales e incluso sus patronos a los que se les veneraba como garantes de que la naturaleza sería benevolente para sus cultivos.

Tristeza da ahora caminar por las rastrojeras abandonadas, los campos convertido en eriales y las huertas huérfanas de esa mano que las mantenía floridas.

Pero llega el jueves y las plazas se llenan con un festival de colores: el verde fresco, luminoso, del brócoli. Me fascina la disposición geométrica y exacta de sus cabezas florales. Las riestras de ajos, el Allium, la planta que quema, de los celtas, lo mismo que las cebollas, panzudas, robustas, envueltas en sus túnicas apergaminadas blancas o rojas.

El orégano, las matas de guindillas rojas, el laurel, árbol simbólico y preferido en astrología. Existe un dicho antiguo de que "el que planta un laurel nunca lo verá crecer", aludiendo al lento crecimiento de la planta.

Según la mitología, el laurel es la transformación de la ninfa Dafne que al ser perseguida por Apolo fue salvada por su padre, el río Peneo, transformándola en Laurel. Cuenta Plinio que jamás casa, en cuyo huerto hubiese plantados laureles, fue alcanzada por los rayos.

Y así, como si de un jardín se tratara recorremos la plaza mayor o la del grano. Nos detenemos ante el bullicio de las frutas olvidándonos que todo ello es como es y está donde está porque unas manos encallecidas los han cosechado y protegido para ofrecérnoslo.

Luego llegamos nosotros y ponemos en marcha la estrategia del regateo.

¿Cómo tasamos tanto sudor y tanto anhelo?

Esto me recuerda un viejo cuento cuyo final podría ser: usted se lleva barato mi trabajo, yo me quedo con mis sueños.

"La cebolla es escarcha/ cerrada y pobre:/ escarcha de tus días/ y de mis noches./ Hambre y cebolla:/ hielo negro y escarcha grande y redonda". Cantaba Miguel Hernández.