Cuando, muy joven aún, viajaba a través de los paisajes de nuestro entorno detestaba la monotonía de estas tierras sin bosques ni montañas formidables que animaran el tedioso trayecto. Incapaz de admirar la llanura y su riqueza cromática, pasaban desapercibidos ante mis ojos los sucesivos y numerosos elementos que se intercalaban en aquel continuo monótono que yo recibía sin detalles. Después, cuando poco a poco aprendí a mirar el paisaje, comencé también a verlo y, aún más, a disfrutar de su belleza ordenada: aquí, la huerta y su inseparable nogal; el camino hacia la viña, allí, dibujando la loma como una hoz; más allá las tierras labradas, inundadas de luz; las líneas de los linderos; la esbelta hilera de chopos, el molino del arroyo... Se trataba, claro está, de un paisaje agrario, organizado por la mano del hombre.

Fue Oscar Wilde el que nos avisó de que «la vida imita al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida» y que fue la mirada de sucesivos pintores quien nos enseñó a descubrir los paisajes que hoy amamos y querríamos defender contra toda modernidad arrasadora. Nuestra mirada sesgada a través de la suya, a través del arte que sutilmente se ha ido introduciendo en nuestra percepción más íntima y subjetiva, y nos permite disfrutar así de una nueva sensibilidad estética. Sobre esta idea hay cierta controversia, no obstante quién podría negar hoy ante un paisaje, sublime o no, que somos hijos de nuestro tiempo, de nuestra mirada contemporánea, impregnada de filtros literarios, pictóricos, publicitarios... y también, sobre todo, de nuestra propia memoria. Quién podría negar que lo que vemos y denominamos paisaje es al fin y al cabo una construcción cultural, en la que no solo ha intervenido la acción de la naturaleza y el trabajo continuado de las generaciones que nos precedieron, sino también nuestra interpretación actual, la nueva forma de percibir lo que nos rodea. Y, por cierto, en medio de cambios constantes, que garantizan que nuestra mirada de mañana será distinta a la de hoy, como lo será también el paisaje del futuro, para bien y para mal, porque la vida se mueve y no es posible detenerla en una imagen musealizada, inerte. He aquí una de las primeras contradicciones que nos acechan al acercarnos al tema del paisaje.

Pero vayamos al presente. Mucho ha cambiado en las últimas décadas nuestra relación con la naturaleza, a la que ahora respetamos con una mentalidad conservacionista y protectora, que lleva a las administraciones a declarar miles de hectáreas como espacios naturales, ungidos de altos valores ecológicos y medioambientales; una naturaleza casi intocable, que querríamos mantener prístina para las sucesivas generaciones, pero al mismo tiempo enormemente frágil en su soledad, ya que apenas nadie la habita y por tanto tampoco nadie la protege in situ, o casi, pues un incendio puede llevarse en pocas horas el fruto de tan costosos desvelos .

Y mientras tanto el medio rural continúa despoblándose día a día, sin que seamos capaces de cambiar esa tendencia. Y es entonces cuando caemos en la cuenta de que era, es, el campesino, su trabajo y acción continua, ordenada, sobre el territorio el mejor custodio de esa naturaleza, el único capaz de domesticarla, cuidarla, y volverla rentable, sostenible. Otra nueva paradoja sobre la que meditar.

El paisaje agrario que hoy todavía contemplamos constituye una herencia de enorme envergadura, el patrimonio cultural no escrito de generaciones sucesivas de campesinos que han dejado un ejemplo de cómo gestionar el territorio, su modo de estructurar la propiedad, sus estrategias de trabajo colectivo... todo un tratado de conocimientos aplicados por sus habitantes a lo largo de siglos.

Y la pregunta es ¿qué hacer hoy con ese paisaje, abandonado a su suerte como el medio rural al que pertenece; qué relación establecer con él y cómo plantear su disfrute o su conservación en nuestra sociedad actual?

Como bien apunta el filósofo y escritor francés, Alain Roger, los paisajes son «adquisiciones culturales, y no se entiende cómo podría tratarse sobre ellos sin conocer bien su génesis». Y ahí tenemos el ejemplo de Sayago, una tierra límite cuya situación periférica, fronteriza y pobre ha logrado traer hasta nosotros sin grandes cambios un patrimonio paisajístico repleto de marcas y construcciones pétreas, a simple vista indescifrables sin las claves necesarias para entender los usos y vida rural que desde la antigüedad lo han perfilado como es.

La arquitecta Esther Prada lleva mucho tiempo estudiando ese territorio sayagués, dibujando al detalle un paisaje identitario, al que pertenece por origen y sobre todo por vocación. En los últimos años, gran parte de su trabajo y su tesis doctoral se ha centrado en explicar las características antropológicas de la comarca de Sayago a través de las escalas territorial, urbana y arquitectónica que conforman ese paisaje ancestral, estudiando las relaciones entre las formas de cultivo y las estructuras de propiedad de la tierra.

Incluso ha elaborado una Guía de Buenas Prácticas para la observación del paisaje agrario transfronterizo de la comarca de Sayago. Pero como ella misma afirma, «toda esa descripción y estudio es ya, desafortunadamente, histórico, porque la concentración parcelaria ha desfigurado en gran medida aspectos tradicionales como tierra, comunal o pared, que ya se han transformado en solares para venta o arrendamiento, conceptos urbanos de entendimiento de la propiedad». Sin embargo, curiosamente ha sido un camino de concentración parcelaria el que ha permitido a Esther Prada ganar este año el accésit de los Premios Hispania Nostra, por su trabajo de señalización del camino natural del paisaje agrario sayagués entre Almeida y Escuadro. Se trata de una acción conjunta en la que ha participado el Ministerio de Agricultura y el Ayuntamiento de Almeida, al que queda por cierto la labor de mantener la obra realizada, y que viene a demostrar que el paisaje puede ser gestionado de manera eficiente como recurso en este caso de esparcimiento y ocio cultural.

Ciertamente un camino es una posibilidad, una ruta siempre abierta donde el deseo es quien perfila el recorrido y, en el caso de este antiguo cordel de tránsito de ganado, que comunica lugares tan simbólicos para los sayagueses como la ermita de Gracia y la de Santa Bárbara, a través de valles antiguamente comunales, permitirá a los viajeros que se animen a recorrerlo aprender mucho más de lo que imaginaron sobre el paisaje heredado de esta vieja comarca fronteriza que es Sayago.

Si antaño estuvo habitada y transitada por distintos pueblos como los romanos, que diseñaron su red de calzadas y dejaron numerosas huellas de su cultura, hoy esta pequeña porción de la Hispania Nostra renace para las generaciones futuras de la mano de un buen proyecto, justamente premiado.

El paisaje nos habla, pero necesitamos ayuda para descifrar su lenguaje.