Sería un error no reconocer que determinados servicios que prestan los ayuntamientos forman parte también del llamado Estado de bienestar. Ahí están para corroborarlo los programas sociales, de juventud, de tercera edad, las actividades deportivas o las culturales, por poner unos simples ejemplos. Pero todo ello, al igual que sucede en otras administraciones, corre un serio riesgo de mermar e incluso desaparecer dado el déficit estructural que tienen la mayoría de las corporaciones locales. Las vergüenzas en forma de millonarias deudas a proveedores que han aflorado estos días no son sino la demostración de que estamos en muchos casos ante el borde de un precipicio tan hondo que, indefectiblemente, se hace necesario un nuevo modelo de financiación local que prime la buena gestión de los dineros públicos y, por contra, penalice a aquellos ayuntamientos que no vayan por la senda de la estabilidad presupuestaria. Y a la vez habrá que avanzar en una organización administrativa que aclare la duplicidad de servicios, sin dilatar en el tiempo el debate abierto sobre la agrupación de municipios o al menos de sus servicios esenciales. La financiación local es un problema endémico. En 30 años no se ha modificado un sistema que parte de los ingresos lineales procedentes del Estado y de las tasas, al que no pocos ayuntamientos sumaban los suculentos ingresos derivados de la actividad urbanística; pero esto, como se sabe, ha pasado a formar parte de la historia. Varias décadas sin un cambio en su financiación pero sí de demandas y de mayor prestación de servicios, lo que hace insostenible el necesario equilibrio. De ahí que el nuevo modelo que exigen los más de ocho mil alcaldes pasa por un reparto más equitativo y justo para afrontar con garantías servicios, no ya de carácter lúdico, sino sociales o de extinción de incendios. La línea de créditos abierta por el Gobierno para el pago a proveedores es un bueno comienzo, porque se trata de saldar deudas y paliar el coste de servicios y productos, bien diferente a lo que supuso el Plan E, cuyas cuantiosas ayudas tuvieron si acaso un efecto efímero en el empleo y poco más. Pero, este balón de oxígeno no acaba con otros interrogantes, el propio de la devolución de las ayudas y el más importante, cómo sanear una administración cercana y necesaria que padece un serio déficit estructural.