A veces, en este tortuoso camino que por azar nos ha tocado recorrer, uno, a la vuelta de un recodo cualquiera, se da de bruces con paisajes sombríos, con realidades inesperadas que sacuden conciencias y resquebrajan el alma. A mí me sucedió hace unos días.

Ojeaba una revista, cuando vi aquellas cifras de vértigo: «Existen en el mundo entre 113 y 200 millones de mujeres demográficamente desaparecidas». Era un error, sin duda. No podía ser, «entre 113 y 200 millones». Me froté los ojos, incrédulo ante la magnitud de la tragedia. «Cada año», el artículo, demoledor, seguía disparando números, «entre 1,5 y 3 millones de mujeres y niñas pierden la vida como consecuencia de la violencia o el abandono por razón de su sexo». Los datos eran incuestionables.

Se trababa de un informe sobre la situación de la mujer en el tercer mundo. Hay culturas, decía, que consideran un regalo el nacimiento de un niño y una maldición el de una niña, que defienden la eliminación física de las hembras recién nacidas, que niegan a la mujer los derechos más elementales y la dejan indefensa ante vejaciones y maltratos. Por otra parte, la violencia sexual, como arma de guerra, está generalizada en Europa, en América Latina, en África. No importa el continente. Forzar a su mujer es una de las mayores afrentas que se le puede infringir al enemigo.

Sucede que hay sociedades para las que los derechos humanos son una «invención occidental» y reivindican su derecho a regirse por un sistema de valores distinto al nuestro. De acuerdo con este relativismo, cuando los maridos, padres o hermanos pretenden que las mujeres son posesiones suyas están expresando su cultura o religión y exigen que se les respete ¡Faltaría más! Negarles ese derecho ¡Hasta ahí podíamos llegar!

Están equivocados. Quienes así piensan están rotundamente equivocados. No hay unos derechos humanos europeos y otros africanos, chinos, asiáticos o islamistas. Yo, al menos, no lo creo. Los derechos del hombre no tienen fronteras, son universales y deben prevalecer por encima de culturas y tradiciones. Ninguna tradición, por arraigada que esté, justifica en sí misma un hecho. Una tradición debe ser respetada solo cuando es respetable. ¿Cómo podrá justificarse la ablación del clítoris, cómo podrán cortarse los genitales a una niña, apelando a la tradición?

Afortunadamente, la situación de nuestras mujeres no tiene nada que ver con las del tercer mundo. Aquí reivindican su derecho, en igualdad con el hombre, a participar en la sociedad. Allí luchan por sobrevivir.

Sin embargo, no todo es lo que parece. Si cualquier Parlamento democrático debe ser un espejo de la sociedad a la que representa, analizando el peso cuantitativo de la mujer, en el nuestro diríamos que nuestros políticos siguen negando algo que en la calle es «simplemente evidente». Es ahí, en los centros de poder, donde hay que buscar la igualdad.

El día ocho de marzo ha sido considerado día internacional de la mujer. Un buen día para expresar nuestro reconocimiento a las amas de casa, nuestro respeto por las mujeres luchadoras y nuestra solidaridad con las humilladas. Un buen día para condenar la violencia de género y para denunciar a los sinvergüenzas que la ejercen y a las culturas que la legitiman.

Un buen día, en definitiva, para recordar que aún falta por hacer.

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