La detención del exgeneral serbobosnio Ratko Mladic responsable de la política de exterminio étnico llevada a cabo en Bosnia durante el conflicto yugoslavo, hace 16 años, supone un consuelo para las víctimas y sus familiares, y para Europa en general. El denostado general vivía apaciblemente en Belgrado, protegido hasta 2001 por Milosevic, y después amparado por viejos conocidos del Ejército. Favorecido, a su vez, por la complicidad de sus convecinos (aunque una llamada anónima, finalmente, le ha acabado por delatar). El brillante general (primero de su promoción) fue el responsable de la muerte de 12.000 personas durante el largo cerco de Sarajevo y 8.000 varones en Srebrenica, en un vil acto de asesinato masivo, y todavía es considerado por muchos serbios radicales como un patriota.

Tras la contienda pudo disfrutar de un retiro plácido, hasta 2009, cuando un vídeo le mostró en una comida familiar y eso hizo movilizar a las autoridades internacionales en su empeño por detenerlo, ante esta burla a la justicia. Ha llovido mucho desde las soflamas nacionalistas de Milosevic, y Serbia, de la mano del presidente actual Boris Tadic, quien tiene como objetivo integrarla en Europa, ha sabido inferir a esta sociedad una nueva perspectiva, a pesar de lo difícil que es cicatrizar las heridas de guerra y asumir la culpa de lo sucedido. Pero la Unión Europea exigió a Serbia, como paso sine qua non para su futura integración, la entrega de este criminal para ser juzgado por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) por genocidio y crímenes contra la humanidad. Este paso está cumplido a la espera de la sentencia. En Serbia se ha procedido a afrontar su responsabilidad.

Hace tres años se detuvo a Radomic Karadzic, que aún está en el proceso de ser juzgado, y hace dos meses se aprobó en el Parlamento serbio, aunque por exigua mayoría, la condena de la matanza de Srebrenica. Unos pocos años antes hubiese sido impensable. Así, una parte fundamental para redimir esta memoria traumática, por parte de los serbios, ha sido la entrega de los criminales que huyeron y que se ocultaron en Serbia. En el filme «La sombra del cazador» (2007) se ponía de manifiesto esta realidad, aparte de denunciar la inoperancia y apatía de los Cascos Azules para proceder a su búsqueda y captura. Aunque es una película no del todo lograda artísticamente, sí pone el acento en el conocimiento que existía del paradero de los criminales y la complicidad de muchos serbios. Sin duda, este es un tema que nos retrotrae a los años oscuros del Tercer Reich y a cómo miles de criminales de guerra nazi lograron escapar de la justicia, no tanto por ser hábiles a la hora de esconderse sino por la falta de interés de las autoridades civiles por encontrarles, como ha sucedido con los distintos gobiernos serbios.

Muchos criminales, como denunció el cazanazis Simón Wiesenthal, regresaron a sus antiguas profesiones sin necesidad, tan siquiera, de cambiar sus nombres teniendo una plácida muerte en la cama y sin haberse enfrentado jamás con la justicia. Ninguno de sus vecinos, colegas, parientes o clientes supo jamás de su deleznable pasado y tampoco las autoridades alemanes se preocuparon mucho de ello. Otros, en cambio, como la viuda de Adolf Eichman, el artífice del Holocausto, intentó que le dieran por muerto al final de la contienda, con el fin de que dejaran de buscarlo, igual que quiso hacer la familia Mladic con el fugitivo. La historia, por desgracia, aunque con sus diferencias, se repite. La entrega de Mladic da cuenta del paso que ha dado Serbia en la dirección adecuada de conciliar su pasado con su memoria. Si bien, sabemos lo difícil que es lograr que haya una plena consciencia de ello en cualquier sociedad. Aún queda por explicar cómo es posible que haya podido vivir tantos años en la clandestinidad, mientras se le perseguía, o sobrellevar la culpa colectiva por tales crímenes (auspiciados por miles de soldados serbios que se dejaron llevar por esta orgía de sangre, violaciones y asesinatos).

Pero más allá del hombre está lo que aún simboliza para miles de serbios que le consideran un héroe aplaudiendo tales comportamientos sádicos, impropios de cualquier sociedad que se tenga por civilizada. Y este tipo de actitudes ciegas son las que nos siguen sorprendiendo. Los actos que se cometieron en Srebrenica son injustificables. Tampoco las tácticas de las tropas serbias durante el cerco de Sarajevo, en el que se asesinó a sangre fría a la población civil indefensa (con francotiradores y fuego de artillería), responden a ninguna estrategia militar válida, a excepción de la de exterminar al contrario.

La guerra es brutal pero, sin duda, eso no justifica de ningún modo las tácticas de terror que se usaron contra civiles, ni tampoco la actitud de las tropas en la violación sistemática de la población femenina, sin olvidarnos, claro está, de la triste suerte seguida de miles de bosnios en los campos de concentración de Omarska, Keraterm y Trnopolje (un total de 54.000 personas de las cuales 20.000 fueron violadas). Nada puede enmendar esta espeluznante verdad, nadie puede hacernos borrar estas imágenes que se nos han gravado como una hoja afilada en la carne y que son una parte de la herencia que tenemos que sobrellevar. En el filme «Savior» (1997), entre otros, se radiografiaba con crudeza estas actitudes inhumanas que hacían del asesinato un deporte. Tan macabro comportamiento nos instruye sobre la obligación que existe de insistir sobre la defensa de los Derechos Humanos. Llegados a este punto es difícil creer que haya nadie que pueda justificar la terrible naturaleza de estos crímenes pero, aun así, la violencia, el odio, el extremismo más exacerbado y el nacionalismo continúan mostrándose como las páginas más negras de la cultura de Europa. Aún debemos aprender a controlar estos bajos instintos, a dominar la furia de esta singular inhumanidad cuyo compromiso para erradicarlos nos exige a todos ser muy conscientes de lo que estas ideologías significan.