Ara y canta, labrador». Es el último verso de una campesina de Gabriel y Galán, quizás el último de los grandes poetas bucólicos. Araban y cantaban en predios de Villalonso dos mozos de labranza. Liberio e Inocencio, atrevidos émulos de Manolo Caracol, Pepe Pinto y otros famosos cantadores de la época. Hasta el pueblo llegaban sus voces poderosas que escuchaba sin perderse un jipio, la señora Manuela: ¡Cómo se encana el Liberio!, comentaba en el paroxismo de la admiración. La arada invitaba a la oración silenciosa y al canto «a botón quito». En la isla del Hierro oí esta campesina, de ingenua picardía: «Estando yo en la besana, se me torció la mancera y acordándome de Juana la volví a enderezar». La vida rural se ofrecía como tema inagotable a la zarzuela que en romanzas famosas contó la dorada esperanza del sembrador, las fatigas y calores de la espigadora, la alegre belleza de la huerta murciana, la faena de los vareadores en los encinares de Extremadura, etc, etc; el aficionado zarzuelero puede completar a su gusto el nutrido catálogo.

La mecanización de la agricultura redujo los campos al silencio: No se ara ni se canta en la besana y al desaparecer las eras, cesó la algarabía vespertina de la trilla. Cuando se jubiló el secular arado romano, comenzó la imparable decadencia de la cultura más antigua sobre la tierra. La agricultura y la ganadería son los dos oficios más viejos y causa de la primera sangrienta confrontación universal (medio mundo contra el otro medio), prefiguración de todas las guerras que en este inmenso Campo de Agramante se han librado.

Diríase que de la alegoría bíblica del agricultor y el ganadero arranca una forma de cultura, universal en el tiempo y el espacio. El campo impuso un estilo de vida acompasado al ritmo de las constelaciones, que gracias al buen conformar del campesino, resultó vividero y durable por muchos siglos. Cantó Horacio la beática felicidad del cultivador de los campos paternos, y Fray Luis de León ponderó la vida descansada del que se retiró al campo por librarse de los molestos decibelios mundanales. Y Virgilio escribió el maravilloso poema didáctico «Las geórgicas» del que se dijo que era el más bello e importante de la literatura universal. Pero la bucólica no entusiasmaba a todos: Augusto convocó a los literatos para que cantaran las bellezas y gozos de la vida campesina, abandonada por los terratenientes que preferían campar en Roma. Parecida misión les fue encargada a los poetas cortesanos de nuestro Imperio; una condesa de Villalonso, acreditada bailona, prefería las fiestas de la Corte a las delicias rurales. No hay duda de que hoy cuesta más entender las parábolas campesinas del Evangelio, que captaban fácilmente las gentes sencillas de su tiempo. Y a medida que el tiempo pasa, se hace más necesario componer diccionarios y museos para que las nuevas generaciones conozcan la realidad perdida de la vida campesina.

San Isidro, el mejor labrador de Madrid, y considerando cierta afirmación de Isabel la Católica, el mejor de España, debe sentirse «en orsay» forzado. La aguijada, el elemento iconográfico que lo definía, cayó en desuso; y el oficio de hombres honrados que ejerció con ejemplar dedicación ya no cuenta con vocaciones ni estímulos, ni arado. Hoy basta un buen tractorista para llevar a cabo la tarea que hace años precisaba del concurso de todo un pueblo. Nadie se atrevería a negar que la mecanización del campo ha significado un gran progreso y consecuentemente ha multiplicado la productividad. Mandan en la economía consideraciones utilitarias. Pero no hay que dar de mano al sentimiento de añoranza de la tradicional vida campesina, en el día del santo patrono de ganaderos y labradores de España. En definitiva, el campo es lo primero y debe importar más que los diferentes sistemas de cultivarlo. Y la colaboración celestial de san Isidro es, como siempre lo fue, necesaria, imprescindible. Porque la mecanización no acabó con los problemas más acuciantes de los agricultores.