Aquel testigo de Jehová sienés no creía en las teorías de Stephen Hawking, para quien la figura de Dios no es necesaria para explicar el origen de nuestro universo. En un libro anterior, «Breve Historia del Tiempo», había sostenido que su existencia no era incompatible con la teoría del big bang, la gran explosión original de la cual se formaron las estrellas y los planetas. Insinuaba que buscar lo que había antes del gran estallido era como escrutar en la mente del ser supremo. Ahora, sin embargo, en The Great Design, el popular investigador y divulgador afirma que las leyes de la física permiten la aparición espontánea de un universo a partir de la nada. Por lo tanto, la mano de ninguna divinidad no habría sido necesaria.

Dios siempre ha explicado aquello que los humanos no entendemos. Cuando nuestros remotos ancestros se asustaban ante los rayos y las inundaciones, imaginaron unos dioses que gobernaban los diferentes fenómenos naturales. El Sol era un dios que salía porque quería (aunque con una regularidad predecible, como sabían perfectamente los sacerdotes) y el Nilo era un dios que regalaba el beneficio de sus inundaciones, llenas de barro para abonar los campos. El monoteísmo, que concentraba el poder sobre todos los fenómenos en una sola mano, fue muy útil cuando se fueron descubriendo las causas físicas de tormentas y vientos, pero el viejo politeísmo persistió en las advocaciones de los santos (santa Bárbara cuando truena). A medida que se profundizaba en el conocimiento de la naturaleza, el trabajo del dios disminuía: no era él quien hacía llover, pero sí quien había diseñado el mundo, con todos sus detalles, y lo había puesto en marcha. Darwin y la prueba del carbono desmontaron la idea de una creación detallada e instantánea (los siete días del Génesis), y así, de trinchera en trinchera, fue perdiendo derechos de autor hasta quedar, sólo, como la causa última de la última causa conocida en cada momento. Ahora Hawking se apunta al club de quienes piensan que ni siquiera eso, y que cada nueva explicación nos dirá que no pinta nada.

Y mientras se divulgaban las nuevas ideas del físico, un servidor contemplaba el espectáculo de la catedral de Siena, en lo alto de su colina, acariciada por el sol de la tarde. Entonces llega el testimonio de Jehová y me dice: «Cuánta belleza, ¿verdad? Pues se la debemos a Dios ». Pensé en responder que se la debemos a los admirables sieneses del siglo XIII, pero desistí, porque mi tren partía al cabo de dos horas, todavía me quedaban cosas por ver, y una discusión seria en materia de religión no se debe sustanciar con prisas.