Paisano: buena tarde para lindear, me saluda el cartero. Me sorprendió la inusual palabra que evoca un placer bucólico: pasear por las linderas; señorial y reconfortante deporte al que me aficioné por el ejemplo de mi amigo Santos Segurado, «ingeniero máximo del agua». Lindear es palabra y ejercicio de raigambre zamorana. El señor Jorge, peón caminero, solía pasear, «lindeando los sembrados», de una a otra carretera de su demarcación. Honrado y pacífico gremio el de los peones camineros, más envidiados por el trabajo que no mancaba, que por los emolumentos que no daban para postres. Más vago que la chaqueta de un guarda o de un caminero, se decía con injusticia maliciosa. La chaqueta, colgada de la pala, era señal de la proximidad del caminero limpiando de yerbajos la cuneta o bacheando la descascarillada carretera. La soledad solemne del campo da ocasión a breves convivencias: de vez en cuando, algún raro transeúnte se paraba ante la chaqueta del señor Jorge e invitaba al caminero solitario a echarse un pito y una parrafada; los momentos de felicidad en el mundo rural son más simples y menos costosos que en la ciudad. Por eso es natural que el cartero, emigrado de la blanda lindera al duro asfalto, se acuerde de lindear en primavera.

La concentración parcelaria, la mayor revolución operada en nuestro mundo rural, dio al traste con atávicas rutinas, obligó a tomar los caminos de la emigración y sustituyó los animales de labor por ingenios mecánicos, la sangre caliente por el maloliente gasóleo; por fin, el campo en la modernidad, al decir entusiasta de un político de la época. Con la concentración de parcelas desaparecieron muchas linderas; resultaría curioso, tal vez sorprendente saber cuántas hectáreas ganaron las tierras de labor con la reducción de las linderas. Como suele ocurrir con estas cosas, cuando canta victoria la orgullosa macroeconomía, podría lamentar pérdidas el propietario de casi nada, pues ya estamos avisados de que al pobre se le quitará lo que no tiene. En las linderas abundaban las nutritivas mielgas de flores azules y amarillas simientes. «Res nullius», sin dueño, sentenciaba el cura de Benafarces; cualquiera puede llevárselas sin escrúpulos de conciencia. El cura de Benafarces tenía una burra más falsa que el beso de Judas, y el tonto del pueblo le llevaba muchas tardes, hipando, un haz de mielgas, tan voluminoso que hacía exclamar al ama: «Muchacho, un día te vas a deslomar». El tonto del pueblo... -más bueno que el pan de ídem- no se permitía el lujo de lindear; con un hocín cortaba las mielgas, las agavillaba y llevaba a quien se las había encargado, luego se ofrecía: «Cuando caiga un poco más el sol, me da usted una cebolla gorda, y me voy a escardar»; con poco se contentaba: los oficios del vivir humilde no precisaban de dispendios, según nos enseñó el novelista y costumbrista Pedro Álvarez.

Escardar es oficio en desuso creciente. El incontrolado empleo de herbicidas lo ha hecho innecesario porque ha dejado los campos sin cardos ni malas hierbas que elimina presidente de la Hermandad de Labradores y Ganaderos se atrevió a dar la voz de alarma en su tiempo: «Todo se vuelve química -advertía-; y la química va a acabar con todo bicho viviente: nos vamos a quedar sin liebres, perdices, palomas, etcétera, etcétera». Por fortuna, augurios tan nefastos como justificados no se han cumplido a la letra del señor Macario: Si bien no tantas como los cazadores desearían, aún quedan piezas en los cazaderos. Y sobran cigüeñas. Pero aunque hayan vuelto las oscuras golondrinas becquerianas, no habrá más cardos que escardar: la escardilla ya es una pieza más en el triste y poblado museo de la cultura agraria.