Un firmamento, un planeta y su satélite. Texto sobreimpresionado. No es «La guerra de las galaxias», pero hay un grupo de hombres de negro, con dientes roídos y rostros atroces, monjes parabolanos que representan la maldad desde el primer minuto del metraje. «Ágora» es tan esquemática como una película de aventuras, pero no las contiene. Hay bondad sólo en una zona, en torno a Hipatia, pero todo lo demás, o es vileza, o es la tibieza que desemboca en iniquidad. E Hipatia acabará tan sola como muerta, pronunciando poco antes el epitafio de la película, sobrecogedor, cuando le dice al obispo Sinesio de Cirene, o al prefecto Orestes, también cristiano, que ellos someten la razón a la fe, pero la Filosofía consiste en cuestionar, en interrogarse por todo. Hipatia encarna en «Ágora» esa bendita facultad de la razón, que cuando comienza a hacer preguntas, ya nada la detiene.

Pero antes de proseguir, hay que abordar el engorroso asunto de la verdad. ¿Cuenta «Ágora» la verdadera historia de Hipatia y de la Alejandría de aquel tiempo? Repetimos aquí el mismo argumento que habíamos utilizado con la película «Camino»: no nos importa. El cine, artefacto para crear ficciones, no trabaja con la verdad, sino con la verosimilitud. «Ágora» es ficción en torno a un núcleo histórico más o menos respetado; en general, bastante respetado, agregamos, e incluso mitigado en la hora de la muerte de la protagonista, con una especie de eutanasia por amor («Mar adentro»).

Ahora bien, volvemos al esquematismo del que antes hablábamos: por muy compleja que fuera la Alejandría de aquel tiempo, quien desee conocerla a fondo ha de acudir a una biblioteca y no al cine. Sin embargo, el esquema tiene su reverso en «Ágora», y es ahí donde la película resbala peligrosamente. Decíamos que es la historia de una sola mujer sabia y buena rodeada de hombres tibios o malvados, cristianos, para más señas, lo que significa que actúan en nombre del Dios de Jesucristo.

Entra entonces a borbotones lo específico del guión de «Ágora»: es cine ideológico, o «cine político», según el antiguo cuño. Cuando hace años veíamos «JFK», del director Oliver Stone -probablemente la película política más eficaz de la historia, hasta el punto de que EE UU se vio obligado a abrir ciertos archivos confidenciales-, salimos persuadidos de que era insostenible la versión oficial del «asesino solitario» o de la famosa «bala mágica».

Pues bien, aún sin un mecanismo tan deslumbrante como el de Stone, no es difícil salir de «Ágora» con las ideas cargadas contra aquel período del cristianismo, o contra la religión cristiana en general (de los obispos no hablemos). La de Amenábar es una película eminentemente doctrinal, y lo es en sí misma, de modo que no es necesario acudir a las intenciones del director. Al igual que la veracidad histórica de una película, las motivaciones de su director, o sus declaraciones antes del estreno («quería haber rodado una película sobre Jesucristo»), no nos interesan.

No hay por qué demonizar a Amenábar (como están haciendo algunos católicos de espíritu parabolano). Vamos a la película en sí misma: lo que en «Ágora» se sacrifica para que predomine su enfoque doctrinal es nada menos que la emoción. «JFK» era tan fría como un razonamiento. «Ágora», lo mismo. Los que gracias a John Ford aprendimos que el cine es ante todo emoción, hemos encontrado poca cosa en la película de Amenábar. Y ello a pesar de que existe un «cine político» emocionante: Costa Gavras, Ken Loach..., pero Amenábar no ha sabido dar con el punto. Es más: al guión le fallan los diálogos, a los actores les pesan las túnicas, a la cámara le sobra tiempo para alzarse hacia planos cenitales, etcétera.

Con todo, hay algo impepinable en «Ágora»: Hipatia tenía que morir (y su «premuerte» es uno de los pocos momentos con una chispa de emoción). Aunque no hubiera muerto en la Cuaresma del año 415, Amenábar tenía que matarla, pero no lo hace con la grandeza de la tragedia, sino que Hipatia muere aplastada por el propio guión; ese guión que persigue con ahínco contar ideas, y no un relato, y acaba siendo tan letal como los monjes parabolanos (y del espíritu parabolano en el catolicismo de nuestro tiempo hablaremos el próximo día).