Nos movemos hoy en filosofía entre el estilo «informal» (como se dice en algunos círculos con un anglicismo que presta a nuestra lengua el obvio juego con la palabra) y el estilo «conceptual» característico del modo de expresar los conceptos metafísicos. Escribiendo más bien según el primer modo quisiera dedicar este artículo al profesor Domingo Hernández Sánchez, con ocasión de la publicación de su libro «La comedia de lo sublime».

Mi relación personal con Domingo Hernández —profesor de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad de Salamanca— fue tan breve como intensa. Lo conocí a comienzos del curso 2007-2008, su primer y último curso como coordinador de Filosofía en las Pruebas de Acceso a la Universidad, y enseguida me cayó bien. Me cayó bien su modo de ser, que aparece tan bien reflejado en el libro que inmediatamente comentamos, y me cayó bien por su buen hacer profesional en el tratamiento de aquellos contenidos que no entran en el objeto directo de la filosofía metafísica: teoría y estética, filosofía del arte, tecnología y literatura… Nada mal para una actividad, la filosófica, siempre a vueltas con su naturaleza. Pero dejemos las generalidades y atengámonos al libro.

El libro trata de lo sublime. Y ¿qué es lo sublime?, nos preguntamos. Lo sublime viene a ser un sentimiento. El profesor de estética de mis años universitarios decía que los dos sentimientos humanos principales son el de lo «bello» y el de lo «sublime». La belleza consiste en cierto esplendor dentro de un orden, el buen orden, el orden racional… Lo sublime es otra cosa. Lo sublime desborda, sobrecoge y acongoja. Es sublime, por ejemplo, la contemplación del cielo estrellado ( «El silencio de esos espacios infinitos me aterroriza», escribirá Pascal), pero también la moral produce un sentimiento sublime: «Dos cosas sublimes, siempre nuevas y siempre sorprendentes, sobrecogen mi ánimo de admiración y respeto… El cielo estrellado que está sobre mí y la ley moral que habita en mí», escribe de modo admirable Kant en la famosa Conclusión de su «Crítica de la razón práctica».

Hegel —lo dice el autor en el primer capítulo: «Sublimidad cómica»— es un caso único en el tratamiento de lo sublime. El filósofo alemán, por primera y única vez, no analiza lo sublime en la dialéctica de oposición con lo bello sino que lo «historifica», es decir, lo convierte en un hecho histórico. «Lo concibe como una belleza defectuosa, un primer paso en la evolución hacia lo bello, pues todavía no ha conseguido la perfecta adecuación de forma y contenido» (p. 17). Es por tanto, lo sublime, una impotencia para representar lo absoluto. De ahí a lo cómico, a la consideración de un sublime cómico, no hay más que un paso. Esta idea de la sublimidad cómica, de lo sublime relativizado por su inversión cómica, constituye precisamente el origen del arte moderno. Así lo apreciamos en Víctor Hugo (Cromwell) o en Goya (el Goya «negro»), y así lo teorizan Nietzsche o Schopenhauer. Ambos, cada uno a su manera, son teóricos de lo sublime invertido. Ellos han dado razones a Adorno para elaborar una dialéctica de lo sublime y lo cómico vuelta del revés: «lo cómico y lo sublime, parece querer decir Adorno, desaparece en un sentido clásico y, si se mantiene, lo hacen de un modo extrañamente invertido» (p. 39)

Lo sublime tiene que ver con otros sentimientos que provoca la contemplación. Por ejemplo: gracioso, terrible, feo, cómico, grotesco, pintoresco, irónico… En el capítulo segundo se ocupa el autor de paisajes y naturalezas y de sus pestilencias. Las imágenes románticas de cementerios y ruinas —el «olor a muerte» que deja toda imagen— abren paso a lo grotesco y pintoresco. Pero al neopintoresquismo actual no le «llama» el paisaje romántico sino la visión escenificada y teatralizada del intermediario: la cámara. La cámara fotográfica nos coloca en posición de meros figurantes: «Creemos fotografiar tal o cual cosa por placer y en realidad es ella la que quiere ser fotografiada» (Baudrillard). Si todo es imagen sobreexpuesta, nada hay en ella que permita la búsqueda viajera. La imagen fotográfica es ella misma un lugar (Chevrier). El turista observa el paisaje como si fuera arte. La naturaleza se convierte en una serie infinita de fotogramas que también huelen a muerte. (Es aquí donde coincide la tradición de lo pintoresco con su retorno). El parque temático es en este sentido el representante icónico de un pintoresquismo grotesco. No hay ningún lugar donde la unión del olor a muerte y la dialéctica de la sobreexposición se den juntos. Disneylandia nos muestra que lo real y lo imaginario perecen de la misma muerte. Ya no hay posibilidad de imaginar ni de ver, la realidad virtual satura la capacidad de nuestra imaginación (Zizek).

Si ya no hay nada que ver, nos queda la casa, el hogar, el espacio íntimo. Sólo que en nuestras casas no encontraremos tampoco nada. (Ya no se vive en casa, ya no se está nunca en casa). Ni siquiera miserias, como enseñaba el diablo Cojuelo a don Cleofás. Porque todo en la casa es «apartamiento» en la banalidad. Es IKEA. Exterior sin interior. Sólo nos queda mirar por la ventana en un «voyeurismo» invertido: «No de dentro hacia fuera, sino a la inversa, desde fuera hacia dentro, y mejor con la ventana cerrada: vemos más cuando la ventana está cerrada, imaginamos, fantaseamos, deseamos» (p. 111). En una nueva dialéctica, el interior no está referido ahora al interior de la casa sino a nuestro cerebro interior que busca ver algo maravilloso, recóndito, «algo digno de verse». Sobreviene entonces la extrañeza, la amenaza, el miedo a la casa abandonada, que no está del todo abandonada porque la habitan siempre fantasmas que no habitan la casa sino que habitan en mí…

La dialéctica interior-exterior está relatada en las páginas que siguen de un modo magistral. Quizá los extraños seamos nosotros mismos. Quizá llevemos la amenaza en nuestro propio interior. Quizá queremos salir y no podemos… ¿No hay entonces salida? Sí: nos queda el arte ( «Tenemos el arte para no morir de la verdad», escribirá Nietzsche), la manifestación estética siempre esquizofrénica, deconstruida, reconstruida o re-de-construida bajo forma de ausencia. Minimalismo. Si ya no hay interiores, si la dialéctica interior-exterior se ha esfumado, de la casa sólo quedan sus líneas, huellas, recuerdos, formas de ausencia, casitas (la casa de muñecas como concepto tan «siniestro como sarcástico»), la tienda de campaña tan creativa como estúpida… Es decir, nos queda el discurso crítico aunque sea a través de la ironía. Ironía, comedia, risa. Esa triste ironía de la simulación de lo siniestro, de las casitas de juguete, del amago de intimidad supuestamente serio (152).

Nos falta un último capítulo: «El desgarro de la imaginación». En él volvemos a los orígenes: a aquellos tiempos aurorales en los que la verdad del discurso se nos ofrece en metáforas. El mito de Apolo y del sátiro Marsias, al que le arrancan la piel a pedazos, nos propone una única lectura: no hay belleza sin violencia, no hay belleza sin crueldad. Como ha demostrado Rosset la realidad es cruel y la crueldad es real. Más inversiones. Con todo —cabe pensar con José Manuel Pinto— si el arte puede contribuir a la construcción del espectáculo tiene también el poder de reconstruirlo. Quizá, quizá, lo real traumático, abyecto y psicótico, subraye la mayor de nuestras insuficiencias: «Si el ser humano sólo es inmundicia, quiere decirse que lo único esplendente es lo trascendente» (Zizek, 181). Pudiera ser, pero habrá que estar muy atentos a los excesos: excesos de realidad, excesos de arte, excesos de ética humanitaria. Qué queda entonces, se interroga el autor en una última pregunta, que es, entiendo yo, precisamente la pregunta: «Queda el anhelo de cierto silencio, cierta estrategia de ausencia, aunque sin caer jamás, ya no, en ningún discurso de lo impresentable» (190). Queda también, añade más adelante, la confianza en la capacidad de distinción y la fantasía (¿kantiana?) que asume el carácter no-todo, fragmentario, agrietado… fantasmático de la realidad.

¿Qué más decir? Nada más. No me resta sino expresar el deseo de que este nuevo libro finalmente se lea. Y esto por dos razones. Porque nuestra literatura filosófica, a pesar del acrecimiento de publicaciones en los últimos años, sigue necesitada de estos estudios originales que avenan nuestro peculiar modo de ser y de pensar. Y porque hay grandes figuras en la historia de la filosofía, el arte, la estética —es verdad, el profesor Domingo los cita profusamente— cuyas obras pueden ser mejores que las nuestras, pero no son las nuestras.