Dicen quienes llegan a la comarca de Sanabria y Carballeda que aquí hay que cerrar los ojos a los ocres de la llanura de la meseta y abrirlos para enriquecer el alma con las frescas vibraciones que generan los paisajes verdes y boscosos. Estampas inconfundibles en las que el roble y el tejo se dejan entrever por las variadas acuarelas del agua, con más de sesenta fuentes catalogadas, que siempre está pura. Paisajes que en Rionegro del Puente hablan de pasajes crecidos al albur de la piedra, santo y seña de una tierra que es encrucijada de senderos y caminos, caminos de historias que han trazado los ancestros del pueblo con el protagonismo de los hijos de ayer, abuelos y tatarabuelos que viven su ausencia en nuestra memoria, en los nombres perpetuados a través del tiempo por sus actos, por sus aventuras y desventuras que aquí y allende los mares supieron grabar a fuego la nomenclatura de este rincón de Carballeda, en el que los descendientes, los vivos de hoy, tenemos la sagrada obligación de perpetuarlos. Perpetuidad que con gran acierto ha sabido plasmar, de alguna forma, la actual Corporación Municipal con la recuperación, restauración e instalación de la vetusta máquina alquitranadora con la que mi abuelo, Gerardo Iglesias Vega, y sus fieles colaboradores: Agapito Blanco, Tomás Santiago, Gildo Santiago, Rafael González Núñez y Ramón Blanco, construyeron en el siglo pasado un ramillete de vías y carreteras de esta comarca zamorana, como las de Calzadilla, Trefacio, Villar de Farfón, Santibáñez de Vidriales o el Puente de Val de Santa María, entre otros nombres propios de la iniciativa constructora de este grupo de emprendedores.

Hijos de la penuria, de la escasez de todo y de las duras condiciones de vida que durante tanto tiempo han azotado nuestra tierra, ellos no quisieron seguir la senda histórica que dibujó nuestro ilustre paisano Diego de Losada, fundador de Caracas y del puerto de Caraballeda; ellos, sobre todo el contratista Gerardo Iglesias, soñaron con germinar la vida en Rionegro del Puente y la Carballeda. Visionarios de unas primitivas posibilidades de desarrollo de la tierra, se abrazaron a la madre piedra y la arrancaron de sus entrañas, la cincelaron y la pulieron hasta sellarla en pavimento, el lamido pavimento por el que tantos rionegreros derramaron sus lágrimas del adiós.

Un adiós que aquellos pioneros del alquitrán zamorano se negaron a pronunciar porque prefirieron la aventura pobre del terruño a la aventura incierta de la diáspora americana, porque quisieron asirse a los enclaves de estos senderos que explosionan de verde el imperio de los sentidos en primavera y rezuman a leña quemada en invierno. Ellos, que se dejaron llevar por el sueño del picapedrero, nunca se han ido de Rionegro del Puente. Tampoco se han ido tantos y tantos rionegreros ausentes que han escrito con su mente, con sus manos y su alma la pequeña gran historia de este paraíso en el que desempeñaron las más variadas y ocurrentes actividades y los más diversos oficios. Ahora podemos sentirlos más nuestros, tenerlos más cerca y resucitar su memoria, por ello me permito invitar a todos mis paisanos de Rionegro a que desempolven los desvanes y rescaten los recuerdos, los útiles e instrumentos con los que sus antepasados supieron pergeñar cada renglón de la vida del pueblo para exponerlos en la calle o para crear un museo que los reconozca, como ahora se ha reconocido con la máquina de alquitranar de mi abuelo el sueño de aquellos emprendedores que nunca abandonaron Rionegro del Puente.