La raíz la tienen clavada en la miseria de la España triste de la posguerra, el tronco asentado en el esfuerzo propio de quien quiere crecer para romper la nada, y las ramas buscando la claridad a través del conocimiento. La familia Puga, de Sanzoles, es horma de un tiempo de heladas y tormentas que ha devenido en calma. Es el paso de los grises a los colorines, del azadón al WhatsApp, de los valores tradicionales a la filosofía del bienestar, aunque siempre mirando de reojo al sacrificio.

El árbol nació en una casucha de barro que olía a humedad en invierno y a puro seco en verano. Lo plantaron Sara Pérez e Isidro Puga y lo regaron a base de trabajo, de callar para no molestar, de aguantar. Aunque no todo fue negro, que siempre entre lo oscuro se cuelan grietas de luz, de alegría. Y la hubo, como en esa ceremonia de primera comunión que se atisba en la foto sepia que aparece en esta página o en las comidas donde había tocino y choricico del marrano que se criaba en la dehesa de Valdemimbre y se ajustaba con el Bejarano jefe a cambio de un muerdo en el salario ya exangüe.

El álamo blanco echó ramas. Muchas, que entonces las ramas sujetaban más el árbol que las raíces. Ramona, Valeriano, Severa, Isidro, Milagros, Manuel, Luis y Esteban. Los hijos abrieron el mapa y la España del alma cerrada respiró y se abrió al mar. La necesidad de buscar sustento rompió moldes y afiló el ingenio. La emigración y la naturaleza rompieron el núcleo familiar y pintaron nuevos horizontes. Al puntal le salieron brotes, que acabaron también haciéndose puntales, hasta llegar a este tiempo de transición.

¿Qué quedó de la familia Puga originaria, de ese apellido labrado en Sanzoles aunque plantado vaya usted a saber cuando en la Galicia profunda? Un afán de superación, un deseo incontrolable de ir hacia adelante, un sentimiento de supervivencia tan fuerte que arrastra todo lo que pilla y una propensión a sentir miedo a lo pequeño heredada del abuelo Isidro, capaz de correr como pollo sin cabeza al oír un ruido extraño cuando, con otros jóvenes, iba de noche a probar las uvas de albillo de los bacillares de Las Llaves, sin darse cuenta de que el sonido tembloroso venía del cigarro de hojas de parra que posaba en su oreja.

Pasados los años, desaparecidos quienes plantaron el álamo y muchas de las primeras ramas, ahora, el pasado fin de semana, los frutos de ese proyecto vital, junto con quienes se han pegado a ellos, se reunieron para reivindicar su origen común y homenajear a quienes empujaron el carro. Comida en Las Aceñas, donde también vive el apellido Puga y sobremesa vespertina y diurna, como no, en Sanzoles, donde todavía respira parte de la estirpe.

Pepe, Ramona, Sara, Covadonga, Charo, Ángel, Jose Ignacio, Luis, Valentina, Manuel, Jesús, María Jesús y Luis (más Sara e Isidro, que no pudieron estar) son los primos y herederos de la saga, que sigue creciendo y adaptándose a los nuevos tiempos, mejorando, sin duda, lo pasado y lo presente. Los nuevos Puga han aprovechado el tiempo (cómo no: si es oro y el que lo pierde es bobo) y conforman un equipo de galácticos donde están quienes obtuvieron las dos mejores notas de Selectividad de Castilla y León y Castilla-La Mancha y otros jugadores con la cabeza muy bien amueblada y el corazón sin telillas: empresarios, catedráticos, abogados, periodistas, funcionarios...

Entre las dos imágenes de esta página han pasado más de setenta años. La de abajo refleja un mundo de supervivencia, de barro, de chaquetas raídas y pantalones gastados y usados por varios hermanos. También de alegría por el encuentro, por el espíritu familiar. Todos los presentes miran a la cámara, no hay guiños ni gestos extraños, hay respeto por el fotógrafo. Como lo había por el cura o el maestro, aunque fuera una actitud forzada por el miedo a lo desconocido, al poder sin cara pero con mil rostros. El marco huele a adobe. Por detrás, se cuela la espadaña de la iglesia del pueblo, es símbolo identificativo, de eternidad, también de sobriedad.

En la fotografía de arriba está el presente de la familia. Ha cambiado el marco. Ya no es Sanzoles, ahora es Zamora. Detrás del grupo, el Duero se muestra cantarín, alegre a pesar de que Agosto chupa y chupa sin parar, que es insaciable. Los colorines se imponen. El objetivo de la cámara está lleno de figuras sonrientes, bien alimentadas. Aquí no hay miseria, todo lo contrario. El tiempo ha sido benigno con el vestuario y los cuerpos. Ya no solo están los Puga, también aparecen acompañantes. El mundo se ha abierto. Y si entráramos en la conciencia del grupo veríamos que ya no preocupa el tener viandas mañana sobre la mesa ni si la tierra ha perdido el tempero. Otras son las preocupaciones. Quizás lo único que se mantiene es el espíritu, que no es poco.

Los Puga acabaron la fiesta con el ánimo de institucionalizarla y celebrarla todos los años. El primer encuentro de primos sirvió de homenaje a quienes dieron a conocer el apellido. Hubo orgullo y música, que también hay una vena de pentagrama en esta familia. Y de flamenco, verdad Luis. Los recuerdos se lavan con recuerdos y con la necesidad de seguir viviendo.