Distancia desde Zamora: 25 km

Longitud total del trayecto: 6 km

Tiempo aproximado: 2 h

Dificultad: Baja (algún tramo sin senda)

Detalles de interés:

Casco urbano notable, arquitectura tradicional, monumento religioso, puente antiguo, cueva y enclave legendario, panorámicas grandiosas

Al viajar por la carretera de Ledesma a Zamora, en dirección hacia la capital, tras cruzar por espacios suaves y monótonos, Tamame genera sorpresivamente un fuerte impacto paisajístico. Su casco urbano ocupa la solana de un cerro rocoso y escarpado, al resguardo de los vientos más desapacibles. Allí, sobre solares un tanto desiguales, sus edificios se escalonan unos tras otros. Simulan ser bastiones o contrafuertes que escoltaran el poderoso volumen de la iglesia. Ese templo, recio y sobrio, emerge potente dominando el pueblo entero. Su espadaña, de remate angular un tanto romo, parece competir en ímpetu con la peña contigua, provocando una singular tensión. Tras detener las miradas en el abrupto accidente pétreo natural, comprobaremos que aparece tajado a plomo en tres de sus costados. Solo por el oriente su acceso es franco, bien fácil de cerrar con una breve pared. Un par de abandonados palomares asoman sobre su cumbre, los cuales desde lejos sugieren ser torreones desmochados de una abatida fortaleza. Esa evocación épica tal vez recuerde realidades pretéritas, pues es muy probable que ese risco fuera aprovechado en el pasado como enclave defensivo, sobre todo en los lejanos y heroicos tiempos de la Reconquista.

Seducidos por la evocadora estampa del pueblo ofrecida desde la citada carretera, toca ahora acceder hasta sus calles para admirar con calma rincones y encuadres atractivos. Llaman la atención las numerosas y magníficas viviendas nuevas, las cuales aportan una positiva sensación de bienestar y progreso. Mas, a pesar de ello, la arquitectura tradicional aún marca su peculiar impronta, con rústicos inmuebles creados con piedra. Domina el mampuesto, pero también existen algunas fachadas de esmerada sillería y ciertas puertas en arco.

El edificio que fue de las escuelas destaca por su nobleza. Al parecer lo alzaron hace más de cien años, pues los más ancianos asistieron allí a clase y afirman que también lo hicieron sus padres. Viene a ser un testimonio relevante del empeño por la educación de aquellas gentes ya lejanas, que supieron construir un recinto bien digno para la formación de sus vástagos. En origen existió una sala, más tarde dividida en dos aulas para separar los niños de las niñas. Un amplio y acogedor soportal resguarda la entrada. Lo forman tres pilares de granito, monolíticos, a los que se suma un cuarto, de cemento, agregado al ampliar los espacios. Hasta hace escaso tiempo perduró sobre la puerta primitiva un pequeño escudo de España elaborado con estuco que fue eliminado en las recientes obras de rehabilitación. Tal emblema era anterior a la proclamación de la Segunda República, pues, aparte de la corona, mostraba en su centro las flores de lis de la monarquía, o mejor sus huellas, pues debieron de ser raspadas tras algún cambio de régimen político.

Por debajo, bien cerca, resiste una de las dos fraguas que existieron en el pasado. La otra ha sido transformada en pajar o tenada. Dado el aspecto externo de sus muros, apreciamos que todo el inmueble se ha beneficiado de una moderna restauración. Además, sabemos que conserva en su interior el montaje y herramientas empleados en sus momentos activos.

Tras caminar unos pasos más llegamos a las proximidades de la iglesia. Apreciaremos que está ubicada sobre una ladera, apoyada en suelos quebrados que no debieron ser lo suficientemente seguros. En los propios muros quedan las huellas de diversas reformas y reconstrucciones, ejecutadas tras ruinas y desplomes. La propia espadaña ha precisado no hace muchos años la adición de dos robustos contrafuertes para contrarrestar un desequilibrio incipiente. El recinto de culto adopta las formas de una larga nave rectangular en la que por fuera no se diferencian las diversas partes. Sus orígenes han de ser bastante antiguos, probablemente románicos, aunque diluidos con los cambios. Ante la fachada del mediodía y con acceso a través de una larga escalinata, se abre un generoso pórtico, cuyos tejados descansan en dos gráciles columnas. En los acogedores espacios internos la atención se centra en los retablos barrocos. Destaca el principal, con una admirable imagen de la Virgen en su centro y, en el ático, otra de la Magdalena, titular de la parroquia.

Común en casi todos los pueblos sayagueses fue el aprovechar alguna de las paredes de la iglesia como juego de pelota. Mas aquí eso no fue posible dada la irregularidad de los terrenos circundantes. Por ello, espoleados por la intensa afición hacia ese noble deporte, decidieron construir un frontón o trinquete exento. Lo alzaron a las afueras, ocupando un retazo de las amplias eras. Surgió así un recio muro rectangular, útil por las dos caras, con un zócalo de mampuesto sobre el que se alza una cuidada superficie de sillería. Un bloque semicircular en el coronamiento muestra iniciales y fechas que no fuimos capaces de leer, desvirtuadas por la erosión y la gruesa capa de líquenes que las recubre. En un principio el suelo era de tierra apelmazada, sustituida después por el cemento que ahora exhibe. Hoy solo podemos evocar nostálgicamente las memorables partidas que aquí se disputaron, sobre todo las concertadas en las fiestas, plenas de pasión y de entusiasmos.

Tras deambular por las diversas vías, sin dejar de pasar por la llamada calle de la Ermita donde tiene lugar el encuentro en la procesión del domingo de Pascua, decidimos salir a los espacios libres del término local. El itinerario que elegimos tiene sus comienzos en el tradicional y viejo puente, uno de los monumentos más antiguos y emotivos del pueblo. Se tiende sobre la ribera que baja desde las laderas del Teso Santo de Peñausende, la cual ya acumula aquí, en épocas lluviosas, considerables caudales. Ese riachuelo será conocido más adelante como rivera de Palomares y desagua directamente en el Duero tras unos treinta kilómetros de recorrido. La obra pontonera es larga y desigual, suma de formas y estructuras de épocas diversas, siendo medievales las más vetustas. De los siete u ocho vanos de los que consta uno posee arco redondo y otro ojival, mostrando configuración adintelada los demás. Las cepas también son dispares, contando alguna con agudo tajamar. Iniciada la marcha remontamos ahora el lecho de la citada rivera, aprovechando para ello el tradicional camino denominado La Calzada.

Tras haber avanzado algunos centenares de metros, observamos que el curso acuático queda interrumpido por un irregular angosto denominado El Tranco. Las corrientes se baten entre las rocas, originando sonoras cascadillas. Orográficamente se produce un escalón que fue aprovechado antaño para la construcción de un molino, del cual apenas quedan restos. Sin embargo, aunque desportillada, sí resiste la presa que retuvo y dirigió los caudales hacia la desaparecida turbina. Ante ella aún se aprecia un largo cadozo, vestigio de la balsa originaria.

Hemos de utilizar esas piedras para vadear el cauce y pasar a su orilla derecha. Lo hacemos para acceder al cercano Berrocal del Moro, cerro granítico un tanto encrespado situado dentro de una parcela vallada por punzante cerca de alambres. Tal como su nombre anuncia, está ligado con leyendas y evocaciones de un remoto pasado. Señalan que por los alrededores se encuentran indicios de un poblado prerromano, romanizado más tarde, pero invisible en nuestros días. Retornando a la realidad palpable, en su costado de occidente posee una caverna natural, llamada la Cueva de los Moros, en la que dicen que habitaron gentes ignotas y fabulosas. Debemos arrastrarnos de rodillas por una angosta boca para acceder a su interior, pero una vez dentro las dimensiones se agrandan siendo posible permanecer erguidos. Hallamos una cavidad producida al desprenderse por tremendo cataclismo grandes bloques pétreos, lo cuales quedaron encajados en una fisura preexistente. Picachos acoplados simulan las formas de colgantes estalactitas. Por diversas grietas se cuela la luz, rompiendo parcialmente la oscuridad. Resulta grata la estancia aquí. Acaso sentimos el pálpito telúrico de la madre tierra que nos envuelve. Teníamos noticia de la presencia de ciertas cruces grabadas en las superficies lisas de las peñas, seña de alguna sacralidad ancestral, pero no fuimos capaces de encontrarlas, borradas acaso por los líquenes.

De nuevo afuera, dando la vuelta al berrueco, conviene subir a su cima para contemplar las extensas panorámicas que desde allí se dominan. Arriba permanecen las ruinas de lo que parece fue otro palomar. Deslizando las miradas por el entorno, Tamame se emplaza hacia el norte, a media distancia. Más allá emerge el Berrocal de la Viña, un otero similar al que pisamos, con la particularidad de contar en sus entrañas con vetas de hermoso ópalo, diezmadas por los coleccionistas de minerales. Mucho más cerca se tiende el pago de Los Cebadales. Allí existió antaño una ermita cuyo último testimonio fue un sarcófago antropomorfo ahora desaparecido. Hacia el occidente captan poderosamente la atención las naves e instalaciones de la empresa extractora del caolín, con canteras en activo de las que se sacan y exportan diariamente varias toneladas de esa blanca y pura arcilla. Hemos de saber que el término local es el centro de una gran franja que contiene las reservas más importantes de Europa de ese producto imprescindible para la fabricación de porcelana y papel, aprovechado también para la cerámica industrial. Por el sureste el relieve se encrespa con cerros sucesivos. De entre ellos sobresale altivo el alcor del Castillo de Peñausende, fortaleza natural e importante enclave estratégico. Señalan las viejas crónicas que fue reconquistado en el siglo IX por el gran rey leonés Ramiro II, tras haber derrotado a los árabes en la batalla de Simancas.

Hemos de regresar al borde de la rivera para caminar hasta un puente que permite el paso de una pista agraria. En el empalme que allí existe seguimos recto y lo mismo haremos tras cruzar la trocha que lleva a Peñausende. Por ambos itinerarios podríamos atajar hacia el pueblo, pero continuamos más allá con intenciones de conocer nuevos pagos. Torcemos hacia la izquierda por el primer ramal de ese lado, para alcanzar el camino de Corrales y por él retornar definitivamente. En ese tramo avistamos dilatados parajes, abiertos hacia los espacios arbolados de las dehesas de Llamas y de Sexmil. A lo lejos se divisa Zamora.