Es como las llamas, si alguien grita "¡fuego, fuego!" el que escucha se pone vértigo, gatea por lo más hondo y se tensa para afilar sus reacciones, está dispuesto a todo. Lo mismo ocurre entre los contendientes cuando en el horizonte se ven elecciones, de lo que sea; incluso cuando lo que se juega es solo el honor, los más interesados se ponen en la disposición del gato cuando cae de una tapia, se agarran a lo que pillan. Los comicios, en estos tiempos modernos, se han convertido en torneos medievales, hay que retar, insultar, herir y hasta matar si llega el caso al contrario. El "y tu más" es la ley, la norma y también "el sálvese el que pueda". Claro, al final no se vota por sintonía, se va a las urnas para evitar que salga el "enemigo".

Ahora tocan elecciones en el campo, unos comicios, por cierto, singulares porque se puede votar desde ya hasta el 11 de febrero y, porque, no nos engañemos, van a servir para poco. Medir la representatividad, claro, y ¿qué?, ¿qué voy a conseguir si gano? Estar ahí en unos órganos consultivos que no van a frenar la caída del presupuesto agrario de la UE, que no van a variar la PAC, que va a perder fondos y se va a renacionalizar. Así están las cosas.

Por eso no se debe disparar a matar en la campaña. Que los sindicatos agrarios se desuellen entre sí no va a conducir a nada. Sí, a la pérdida de poder, a la desunión, a abrir heridas, a la satisfacción de quienes perfilan a su antojo la política agraria, que se va a encontrar, tras los comicios, con el campo más dividido que nunca, más débil. Al desprestigio.

La campaña electoral debería ser utilizada por los sindicatos para explicar a la sociedad la importancia del sector agrario como productor de alimentos, para pedir dignidad, para exigir reconocimiento, para demandar medidas contra la despoblación. Para mostrar el orgullo de ser agricultores y ganaderos. No es tiempo de navajas, sí de clamar justicia a la sociedad.