Llevamos quince días asándonos y resulta que hasta hoy, a las 6.24 horas, no ha entrado el verano. Hemos padecido una de las primaveras más cabronas de las últimas décadas. Sequía (abril batió todos los récords, con menos de cinco litros de lluvia por metro cuadrado) y sol a espuertas (el fin de semana ha sido el más caluroso en setenta años, con casi cuarenta grados). Por si faltaba algo, una helada a finales de abril dio la puntilla a muchos viñedos y frutales. Es seguramente imposible encontrar otra estación de las flores con frutos más emponzoñados y negros como esta, la que acabamos de despedir.

El verano ha llegado y la calor se ha suavizado, qué cosas. Mirar el campo es sufrir. Los cereales son pura farfolla, que espera la llegada de las cosechadoras para certificar su defunción. Los rendimientos por hectárea van a ser de risa, sino fueran de llanto.

Es difícil encontrar un inicio del verano tan vacío, tan triste para los agricultores y ganaderos. Ya ni fuerzas para maldecir tienen. Lo único que quieren ahora es que las administraciones no les dejen tirados y en esas están: pidiendo aquí y allá. Yo no esperaría mucho de las instituciones, más allá de lo de otras ocasiones: créditos blandos, exenciones fiscales y algún "arreglito" en los pagos a la Seguridad Social.

Es lo que tiene vivir del cielo, que a veces te mata. Cambio climático o no, lo cierto es que llevamos un año revirado como pocos. ¡Y todavía falta la mitad!

El riesgo de incendios es muy alto, acongoja imaginar que pueda ocurrir aquí lo que acaba de pasar en Portugal. Hay mucha preocupación, aunque hay expertos que mantienen que cuando el riesgo es tan alto hay menos incendios (¿). La explicación tiene que ver con el hecho de que más del 95% de los incendios son intencionados. Hasta el -indeseable- que quema tiene miedo de que las llamas acaben quemando lo que él no quiere. Hasta el mal y la vileza tienen grados.