Mi referencia es mi madre. Nunca la vi sin hacer nada. No soy capaz de recordarla relajada, perdiendo el tiempo. Sé que nada es igual que era, pero hay cosas que no cambian. La mujer rural, por ejemplo, que sigue siendo ahora modelo de trabajo, de esfuerzo en grado sumo. Ha arrancado el derecho a la propiedad compartida, pero solo en el papel. La sociedad le sigue negando la mayor, en este campo y en otros muchos. La ley está ahí, pero las barreras machistas son tantas que son imposibles de saltar sin salir ensangrentada.

La mujer rural es maga, capaz de estirar el día mucho más allá de veinticuatro horas. Veo a mi madre en una madrugada blanca, con el día espolvoreado en harina gélida. Lo primero, salir al corral. Allí esperaba la ganadería doméstica: hasta diez marranas de cría, siempre alguna pocilga con lechones (¡qué tragedia cuando moría alguno de ellos!) y una veintena de gallinas. El reparto de salvados y "berberajos" -cuando había que reponer a los tostones tras ser castrados por mi abuelo Cirilo- duraba unos minutos. Después limpiar la casa a la carrera, preparar el puchero, poner el desayuno... Deprisa, deprisa, todos apelotonados en el tractor hasta el tajo. La operación de pelar remolacha se hacía con "hocines" (hoces romas) con las que se descoronaba la remolacha, muchas veces helada, como el terreno, como el cuerpo dolorido. Vuelta a casa, una hora, comer y fregar, atender el ganado, correr hacia el tajo, pelar remolacha, mucha remolacha. Otra vez al hogar, más trabajo, más trabajo.

Sé que las cosas han cambiado, pero no tanto como para que la mujer rural haya dejado de ser ejemplo máximo de trabajo, de esfuerzo en grado sumo.