Nunca he visto en directo el Toro de la Vega ni creo que lo vaya a ver. Por lo que sé, el festejo de Tordesillas no encaja con lo que uno valora en un espectáculo con reses bravas: arte (transmisión que remueve lo más íntimo), plástica, creatividad, metáforas... Nada de eso veo en la fiesta tordesillana ni en la mayoría de encierros, donde, desde luego, prima el maltrato animal sobre cualquier otro aspecto. No me llenan y no voy a verlos. Creo, además, que con el tiempo irán a menos, salvo, claro, que se conviertan en una expresión seudotribal de autoafirmación ante ataques externos y virulentos, algo que ha ocurrido con el Toro de la Vega en los últimos años y que está empezando a ocurrir con otras celebraciones.

La polémica nacional en torno al Toro de la Vega, con ramificaciones políticas, sociales y culturales, tiene que ver, no obstante, con otra guerra más profunda y soterrada que está empezando a aflorar.

Quienes están en contra -y quieren prohibir la fiesta tordesillana- lo están también del resto de festejos taurinos, incluidas las corridas y, asimismo, de otras manifestaciones que se desarrollan en el ámbito rural como la caza. Hay una mirada negativa sobre muchas de las propuestas que proceden de una parte de la ciudadanía que vive en los pueblos y que refleja una forma de estar trasnochada para buena parte de la ciudadanía que vive en las ciudades.

Lo que está empezando a aflorar es una guerra de valores. Quienes hemos nacido -y vivido parte de nuestra existencia- en el ámbito rural sabemos que la cultura rural y agraria nada tienen que ver con la urbana. Son universos, desgraciadamente, contrapuestos. La guerra, no obstante, no tiene mucho recorrido porque ya se sabe de antemano quién va a ganar. Pero, eso sí, como en todas las guerras, habrá víctimas.