27 de marzo de 1918. El virus bautizado como H1N1, la mal llamada gripe española, ya ha llegado a las costas francesas desde un campamento de soldados americanos, al otro lado del Atlántico, pero nadie tiene noción de la pandemia que costará la vida a 50 millones de personas, miles de ellas en Zamora en apenas unos meses. Por entonces, la vida se centraba en las noticias de desabastecimiento, hambre y protestas en España, mientras más allá de los Pirineos se libraba la I Guerra Mundial. En Zamora, la capital ha abierto su acostumbrado paréntesis de primavera. Es Miércoles Santo, y en las páginas de El Correo de Zamora solo hay sitio para la celebración semanasantera y las numerosas ferias y actividades que se desarrollaban de forma pareja a la Pasión y a los actos litúrgicos. Entre las piezas de composición piadosa y de fervor sin concesiones, con continuos golpes de pecho literarios sobre el dolor, la obediencia y la redención, la realidad se abre paso en pequeños apuntes que permiten atisbar la situación precaria en la que malvive la mayor parte de la sociedad zamorana.

"Los panaderos elevarán el precio desde primero de abril próximo a 60 céntimos el kilo, y en el supuesto de no hacerse efectivo, pondrán a disposición de la autoridad los hornos y demás elementos de fabricación por no sernos posible subsistir en el ejercicio de la industria panadera", reza una de las noticias recogidas en la edición de ese día. Era el enésimo intento del Gobierno por mediar en una crisis desencadenada por la exportación de trigo hacia una Europa en guerra, que enfrentó a productores castellanos con la burguesía catalana por la política de precios y que derivó en estallidos sociales también en la provincia ante lo que se llamó la "crisis de subsistencia". La población zamorana carecía, mayoritariamente, de recursos y de una alimentación básica, lo cual sería determinante meses más tarde, cuando la mortífera gripe se manifestara en toda su crudeza.

De momento, la pobreza era ya, en sí misma, una pandemia que afectaba a la mayor parte de la población. Y para los menesterosos mantenía la Iglesia, desde siglos atrás, tradiciones que se recogían en aquella primera página de "El Correo de Zamora" de 1918. Los Jueves Santos, en todas las diócesis, se celebraba lo que se denominaba "Cena de los doce apóstoles", un rito vinculado al del Lavatorio, en el que los protagonistas debían ser, obligatoriamente, doce pobres de solemnidad y que se mantuvo hasta la década de los 60 del pasado siglo. Durante un tiempo, la selección de los "apóstoles" la efectuaban los arciprestes de las distintas comarcas, según explica el historiador José Andrés Casquero, y ya, en el tiempo que nos ocupa, corría a cargo de la orden de las Hermanitas de los Pobres, fundadoras del primer asilo para desamparados. Los designados compartirían mesa y mantel con el obispo, en aquel año con el polémico Antonio Álvaro y Ballano. Para la ocasión, los pobres estrenaban ropajes que, en el caso de Zamora, se cosían en los talleres de la ahora santa Bonifacia Rodríguez de Castro.

La Iglesia apuraba sus últimas horas antes del luto del Viernes Santo y en las crónicas de la época se describe: "La gran puerta del Palacio Episcopal rebosaba de gente que entraba y salía bulliciosa. Era aquella una de las visitas obligadas a la mesa del obispo, y la cristiana grey, no menos curiosona que devota, gustaba de husmear un poquito el solemne yantar. Aún era la mañana, aún parecía el aire estremecido con la última vibración de las campanas jubilosas de la Gloria, aún duraba la impresión de gozo de la misa blanca... El sol brillaba en el azul del cielo, como lámpara de oro ante la Eucaristía... Aún era fiesta... ¡Breve y rutilante paréntesis de alegres efusiones antes de la negrura y de la tristeza de Getsemaní!".

La ceremonia se prestaba a la lírica y a la composición de historias noveladas no exentas de moraleja que exaltaba el carácter cristiano de sus protagonistas. Es el caso del artículo firmado por J. Le Brum: "El Buen Samaritano: Historia que parece cuento", donde aprovecha la descripción del ritual para incluir su propia fábula. Lo que sí parece cierto es que cada Jueves Santo se daban cita en el Palacio obispal una docena, de respetables varones "asilados en la Casa de las Hermanitas de los Pobres". Todos ellos "embutidos en largos y anchos abrigos negros, de variados cortos, de modas muy lejanas, prendas que guardaban las monjas para la magna apoteosis de este día, y que hacían juego con los doce sombreros armados de alas inverosímiles, de copas extremadamente altas o planas y extraplanas'. La jornada era esperada por los mayores del asilo "como un premio y un ensueño". Una vez en su vida eran servidos por sacerdotes, vicarios y hasta el magistral de la Catedral. Seis canónigos, según Le Brum, quien describe "el afán goloso e infantil de los pobres ancianos, sobre la abundancia y variedad de los manjares" degustados mientras otro clérigo desgranaba "frases mágicas de un libro espiritual del siglo XVII".

No se detalla el contenido del menú, pero la hemeroteca nos desvela que, en aquella sociedad que tenía a media Zamora al borde de la hambruna, la nueva y emergente burguesía podía permitirse encargar en un establecimiento conocido como "El Molino de café", bacalao de Escocia, langosta, langostinos, lenguado, lamprea, lubina, angulas, calamares, merluza, pulpo, salmonetes y hasta la humilde sardina se elevaba con aromas de trufa o escabeches de alta cocina. Un lujo solo al alcance de un puñado de bolsillos que, eso sí, cumpliría con tan soberbia compra, la abstinencia de la carne.

Mientras, el pan subía de precio y el Gobierno insertaba en el mismo ejemplar un anuncio del ministro de Fomento Gambó, en el que trataba de garantizar el abastecimiento de materias primas y confiar "en que los patronos abonarán a los obreros el salario completo". Pocas alternativas al ayuno daba la realidad a gran parte de los trabajadores. Sin distinción de clases se presentaba la misa de Pascua en la que se otorgaba indulgencia plenaria y remisión de todos los pecados, incluido, es de suponer, el de la gula.

La Semana Santa de Zamora, entonces, abarcaba más que los desfiles procesionales de los días centrales y de los cultos solemnes y visita a los monumentos: fuegos artificiales y novilladas se colaban entre la programación religiosa. Y un apunte de publicidad parecía adivinar lo que en pocos meses se desataría en una ciudad para la que la higiene no merecía demasiada atención: "El jabón San Martín es recomendado con verdadero interés por la ciencia médica como desinfectante contra las enfermedades infecciosas en el lavado de ropas". Medio año después, los muertos por la gripe de 1918 se contarían a cientos diariamente en aquella pequeña ciudad entregada, esa primavera, a toros y procesiones.