Emilio Fraile

2014. El despertador de Ana suena a las siete en punto de la mañana en su piso de El Prat de Llobregat. Desayuno y ducha rápida. Autobús y metro. Una hora de trayecto y alguna que otra cabezada después, se sienta frente a una pantalla de ordenador durante casi todo el día... el día que tenía horario. De profesión: experta en seguridad informática en una prestigiosa empresa catalana.

2020. No hay despertador. No hay prisa. No hay estrés. Se levanta sobre las nueve o nueve y media en su casa de Manzanal de Arriba. Ducha tranquila. Cinco minutos a pie y ya está en su nuevo puesto de trabajo: una explotación de 300 ovejas de raza castellana y merina a los pies de la Sierra de la Culebra.

Cuando Ana Porcel Peláez decidió cambiar de vida, todo el mundo le dijo que estaba loca. Pero como ella misma dice, "a veces uno tiene claro lo que quiere y hay que luchar por ello". Y ella lo tenía claro desde pequeña, cuando veía a su abuelo feliz con una docena de ovejas por el campo.

Lejos de estar sola en este nuevo proyecto de vida, esta joven informática ha contado desde el primer minuto con el apoyo incondicional de su madre y de una voluntaria, quienes la ayudan a cuidar del rebaño dando ejemplo de sororidad en un sector y un medio tradicionalmente masculinizados.

"En las zonas rurales es difícil que llegue alguien nuevo. Están acostumbrados a que cambien pocas cosas, a que todo el mundo se vaya". No que venga. Y menos, una mujer. Y más, sin marido. "Es que sin un hombre... ¿dónde vas?", le han llegado a espetar. Reconoce que "no lo ponen fácil", pero "una vez instalada, te ganas su respeto". Cuando la multinacional para la que trabajaba no logró librarse de los ERE, surgió la oportunidad. "Era el momento idóneo. O me voy ahora, o no me voy", pensó. Cogió sus bártulos y se volvió al pueblo.

¿En qué ha cambiado su vida desde entonces? "En todo. Desde el aire que respiras, hasta el poder tener animales de autoconsumo, o poder dedicarte a la naturaleza.

Allí no hay pasto, no hay nada, allí es hormigón, cemento y nada más", resume.

No obstante, Ana Porcel no se deja cegar por el entorno idílico e identifica sus carencias, como la dureza del invierno, la falta una oferta cultural o el aislamiento social. "Los inviernos son muy fríos, el cine te queda a cien kilómetros, siempre hay mucha distancia de por medio para quedar con los amigos y aquí somos cuatro", reconoce.

"Al final, irte de un sitio donde te ganas la vida muy bien a venir a cuidar animales, a pasar frío o a pasar calor, te tiene que gustar y punto. No hay otra".

La historia de esta joven zamorana de raíces sanabresas no es solo una de retorno a la España Vaciada. Sino también una historia de empoderamiento de la mujer en el sector primario del medio rural, un espacio aún por conquistar.