Una punzada dolorosa, un profundo abatimiento, surge al arribar a esta localidad de Otero de Sariegos, deshabitada totalmente en nuestros días. Aquí, los tiempos pretéritos fueron mucho más venturosos que la realidad actual. Los hombres, que ahora han desertado de estos solares, acudieron a ellos desde muy antiguo. Lo hicieron para aprovechar la riqueza en sal y caza de las lagunas inmediatas y la fecundidad de sus tierras. Queda constancia de su establecimiento desde hace casi cuatro mil años. A modo de testimonio, se ha localizado un poblado calcolítico en un cerro local, el de Santiuste. La excavación de un enterramiento en ese paraje ha proporcionado un rico ajuar. Contenía un cuenco, un botón de marfil, cuentas de collar, una pulsera de hueso?, fechado todo sobre el año mil ochocientos antes de Cristo. Además, en los pagos de La Iglesia y de Las Negras aparecen vestigios romanos.

Avanzando hasta la Edad Media, en el año 936 se menciona un templo consagrado a San Martín que si no es el propio existente, que aún mantiene como titular a ese santo, hubo de ser otro situado en las proximidades. Dentro de la iglesia actual hallamos un capitel mozárabe, reutilizado como pila, que es sin duda del siglo X. Desde la fecha de 1155, el lugar, con su nombre privativo, aparece citado en la documentación de la catedral de León. Pertenecía por entonces a la jurisdicción de Villafáfila, saliendo de ella debido a la posible donación por parte del monarca Enrique II a Arnao Solier. Bien claro es que hacia 1390 su dueña era María Solier, hija de Arnao, esposa de Juan Fernández de Velasco. Por ese matrimonio pasó a poder de sus descendientes, los Condestables de Castilla, señores también Villalpando y de su tierra.

Centrándonos en el siglo XX, en el año 1960 el pueblo poseía todavía unos cien habitantes, los cuales se redujeron a la mitad un lustro después. Pese a contar con electricidad e incluso con teléfono, las gentes se fueron trasladando a las localidades cercanas, sobre todo a Villafáfila y Villarrín, dotadas de mejores servicios. De esa manera Otero terminó quedándose yermo. El último vecino que lo abandonó lo hizo en el 2003.

Al llegar por carretera, el primer elemento que encontramos es la fuente. Su estructura principal es un abrevadero redondo el cual se alimenta con un caño cuyos aportes acuáticos, procedentes de un sondeo, son llamativamente salados. A partir de ahí, escalonadas en la cuesta, se situaron diversas casas, de las cuales sólo permanecen ciertos escombros y muñones de paredes. Cardos lacerantes rellenan estos baldíos. Es arriba del cerro, en la calle que se dirige hacia el mediodía, donde aún mantienen sus tejados algunas viviendas y tenadas. El material de construcción utilizado fue el tapial, casi en exclusiva, el cual se degrada rápidamente ante la intemperie. Dentro de algún tiempo, por allí y a la vista, sólo se apreciarán cascotes diseminados. Notable protagonismo tuvieron los palomares tradicionales. Fueron relativamente numerosos, habiéndose restaurado algunos de ellos. Uno se alza sobre solares dominantes, recio y firme, contrastando con la decrepitud general. Otros, muy hermosos, se diseminan por los alrededores. Algunos más yacen destrozados.

El único inmueble íntegro y firme es la iglesia, templo de notable antigüedad, que hubo de contar con mayores dimensiones. Poseyó, o proyectaron, naves laterales, suprimidas después. Prueba de esto, se marcan diversos arcos en los muros de cierre actual y la cabecera se prolonga con otra cimbra más, ciega ahora. Como reclamo cuenta con una espadaña de dos vanos, cuyo cuerpo inferior es de piedra y el alto de ladrillo. En su base posee una especie de amplio nicho ocupado por una tosca cruz hecha de retazos. Es en la portada donde se percibe la citada vetustez. Consta de un vano con arco levemente apuntado al que rodea una archivolta de escaso resalte. Alrededor, muy alterado por el desgaste erosivo, aún se percibe un recuadro o alfiz envolvente. Con esa disposición intuimos que esta parte es posible que sea de los siglos XIII o XIV. Los tejados se han beneficiado de arreglos minuciosos, dotándolos de una especie de vanos o resaltes para que puedan anidar en ellos los cernícalos.

Preciso es acudir aquí en dos fechas señaladas. Una es el 25 de abril, día de San Marcos y la otra el 11 de noviembre, fiesta de San Martín. Es entonces cuando regresan jubilosamente los antiguos habitantes, acompañados de sus descendientes y de vecinos de los pueblos contiguos. Celebran misas en el interior del templo y organizan emotivas procesiones, encabezadas por el tradicional pendón carmesí. En los festejos primaverales se realiza la bendición de campos, portando en andas las imágenes de la Virgen del Carmen y la del Rosario. Existe así la oportunidad de admirar los retablos del interior, destacando, pese a su decrepitud, el del altar mayor. Es obra del siglo XVI, mixta de talla y pintura, presidida desde su ático por el busto de Dios Padre y con San Martín partiendo su capa con el pobre en la hornacina principal. En esas celebraciones el júbilo de perpetuar los ritos y usos de los antepasados se tiñe de una intensa melancolía. Ojalá retorne el esplendor y de entre tantos despojos la vida vuelva a resurgir. Ningún obstáculo existe que lo impida.

Desde las proximidades de la propia iglesia, desde su umbría, se dominan magníficas panorámicas. Nuestras miradas abarcan toda la laguna de la Salina Grande, un espejo acuático lleno de bullicio alado en tiempos de lluvias que se torna en polvoriento secarral en los estíos. En primer plano queda un pintoresco palomar restaurado y las ruinas de otro que fue muy hermoso. Tras las superficies lacustres aparece el casco urbano de Villafáfila, plácidamente tendido en la llanura. Si es época de invernada apreciaremos las bandadas de aves acuáticas de especies diversas, con miles de ejemplares. Acuden aquí desde el norte de Europa a pasar la época de los fríos. Generan un espectáculo asombroso, incomparable. Iniciamos el recorrido por las tierras locales descendiendo hasta la ya conocida fuente y tomando allí una pista que se dirige hacia el sur. Avanzamos por una zona baja, tangente a mano derecha con las áreas salobres que se suelen encharcar en periodos de borrascas continuadas. De común, esos suelos muéstranse blanquecinos, moteados de costras de sal, con corros de hierbajos lánguidos y parduscos. En el medio de una amplia parcela destaca con gallardía otro palomar, bien cuidado en este caso. Rectangular, pequeño en sus formas, posee tejadillos escalonados, una calada crestería en su cumbre y pináculos agudos coronando los muros. Este tipo de construcciones son unas de las más hermosas y pintorescas entre todas las existentes en cualquiera de nuestras comarcas.

Nos desviamos hacia la izquierda en el primer empalme que encontramos. Ascendemos ahora a pagos más elevados, con lo que las perspectivas se amplían. A nuestras espaldas y más hacia el mediodía quedan los ámbitos que antaño formaron parte de la Laguna de las Salinas, la cual sufrió un nocivo drenaje para aprovechar sus espacios para la agricultura. A lo lejos se hacen presentes los vetustos pinos situados en el antes mencionado paraje de Santiuste. Al finalizar este ramal retornamos momentáneamente hacia el pueblo, para volver a desviarnos hacia el oriente tras pocos pasos. Cerca, a la vista, se hace presente una pequeña mota terrosa. Si acudimos hasta ella comprobamos que es de naturaleza artificial, pues se formó al establecer un par de bodegas y acumular por encima la tierra extraída al horadar sus galerías. Igualmente abandonadas, sirven como prueba de que por aquí también existieron viñas ahora desaparecidas. Llegamos a un camino transversal, pero nosotros seguimos de frente hasta topar en lo más alto con otra ruta más descollante y de mejor firme. Ésta es la secular vereda pecuaria entre Toro y Benavente, muy transitada e importante antaño.

El punto de convergencia, el del empalme, es el más elevado de todos los del recorrido. Desde allí se avizoran extensiones casi ilimitadas, con horizontes sumamente lejanos. Difuminadas por las brumas se aprecian las montañas de Sanabria y la mole del Teleno. A su vez, en días muy claros también se vislumbran las cumbres de la cordillera Cantábrica, sobre todo si están cubiertas de nieve. Atendiendo a elementos más inmediatos, distinguimos los pueblos de Tapioles, Revellinos, Vidayanes, San Agustín del Pozo, Villafáfila, Villarrín, Villalba? Por todos los lados se suceden las geométricas parcelas, con los tonos variados de sus cultivos o de los propios barbechos. Las diversas lagunas suponen un paréntesis brillante, azul.

La desnudez paisajística resulta absoluta. Los espacios circundantes se presentan desarbolados, vacíos. Por ello captan la atención un par de frondas de álamos que asoman por el sur, tras un repecho. Hemos de desviarnos unos trescientos metros pera llegar hasta sus bases, pero merece la pena hacerlo. El protagonismo que adquieren es rotundo, categórico. Admiran su vigor y su pujanza. No son pies únicos sino haces de rebrotes, con ciertas ramas vencidas y dobladas que llegan a posarse en el suelo. En la finca adyacente han sembrado numerosos plantones, un futuro soto que deseamos llegue a prosperar.

Decididos a continuar, nos dirigimos hacia el norte por la mencionada vereda. Descendemos progresivamente hasta casi tocar los fondos ocupados por la laguna de la Salina Grande. A la otra mano se divisan la laguna Parva, la de Barillos y varias menores. Ya abajo, accedemos al cruce con el viejo camino que comunicó Otero con Tapioles. Junto a esa intersección se hacen presentes hileras sucesivas de grandes escobas y un solitario taray.

Viramos ahí de nuevo para enfilar hacia el punto de partida. La trocha que seguimos avanza en paralelo a la propia Salina Grande. Descuellan ciertos postes que sirven de sostén a cajas nido. Ya cerca de Otero alcanzamos una moderna construcción con formas de palomar, aneja a las tapias descarnadas de uno que lo fue de verdad. Ese edificio es uno de los observatorios de aves creado para una cómoda percepción de la fauna alada que prolifera por estas extensiones, designadas y protegidas como "Espacio natural de las lagunas de Villafáfila". Sólo una breve cuesta nos separa de la iglesia de donde partimos.