Un denso cinturón de naves ganaderas y almacenes agrícolas rodea a San Agustín del Pozo por todos los lados. Su existencia, aunque perturba en cierta medida las panorámicas locales, denota una vitalidad y una pujanza sumamente positivas que bien quisiéramos se repitieran en todos los pueblos de la provincia.

Entre esas tenadas se ubican varios palomares tradicionales, restaurados con esmero. Tres son los realmente destacables, dignos de reseñar por su belleza y buena conservación. Se sitúan a occidente del casco urbano; quedando detrás de ciertas tapias uno de ellos, un tanto escondido. Poseen planta rectangular, con tejados escalonados en los que las troneras de acceso para las palomas se abren en castilletes y pintorescas buhardillas. A su vez, los muros cortavientos aparecen coronados con celosías y graciosos pináculos, colocados a modo de reclamos. Son sin duda edificios de una tremenda hermosura, en los que sus constructores derrocharon la fantasía que no se atrevieron a desarrollar en sus propias viviendas.

Al recorrer ahora las calles locales, apreciamos que existen numerosas casas de reciente construcción. Aún así dominan las antiguas que mantienen en gran medida la arquitectura característica de la comarca. Están erigidas de tapial y ladrillo, pero se hallan bien rehabilitadas, generando una grata percepción de bienestar. De todos los inmuebles destaca la sede del ayuntamiento, cuya fachada ostenta el escudo de Castilla y León y el blasón de la localidad. Éste muestra un águila explayada con tres cabezas humanas por debajo. La calle contigua, amplia y bien urbanizada, se anima con la fronda de numerosos árboles. En uno de sus extremos existe una especie de glorieta en la que se colocó un brocal de pozo, de tipo ornamental, simbólico quizás, dado el nombre del pueblo.

La iglesia es un monumento funcional y sobrio. Desde lejos se hace presente por una recia espadaña, edificada en gran medida con mampostería pétrea. Ese material, arenisca bastante deleznable, hubo de traerse desde largas distancias, pues no existen canteras en todo el contorno. En la fachada del mediodía se abre la puerta, cobijada dentro de un angosto portalillo. Tal paso, fabricado probablemente con ladrillo, aparece enfoscado con gruesas capas de mortero. Presenta un vano con arco levemente apuntado, al que enmarcan un par de archivoltas de escaso resalte y un característico alfiz. Por sus formas se puede incluir en el estilo románico-mudéjar, similar al de los templos de Villalpando y Toro. Una vez traspasado el umbral, ya en los recintos internos, todo se nos ofrece limpio y cuidado. Su disposición presente se debe a reformas barrocas, destacando la cúpula central y las bóvedas de lunetos en la cabecera. El resto posee techumbre leñosa. Los muros se muestran enjalbegados, rompiendo su excesiva monotonía con los retratos de santos de las pechinas de la citada cúpula. Desde el primer momento las miradas se concentran sobre el retablo mayor. Es una pieza de estilo renacentista, cuya carpintería está constituida por frisos y columnillas delicadamente ornamentados. Exhiben grutescos, guirnaldas, hileras de angelillos, medallones con cabezas?, elaborados con minuciosidad y delicadeza. En la hornacina central se entroniza una noble imagen de la Virgen portando en brazos al divino infante. Pero el mayor interés lo captan trece escenas pictóricas sobre tabla, realizadas con firme dibujo y brillante colorido. No se sabe quiénes fueron sus autores, pero los cuadros se atribuyen al pintor del siglo XVI Martín de Carbajal, tal vez en colaboración con Blas de Oña. Interesante es también la pila bautismal, enorme cuenco de piedra, decorado por el exterior con una gran cruz griega a la que acompañan otros signos cristianos menores, algún redondel y elementales gallones curvos.

Dispuestos ya a iniciar una caminata por los espacios libres del término local, optamos por salir de entre las casas a través de la calle Benavente. Tal vía se denomina así porque por la pista que de ella arranca iban las gentes de la comarca a los concurridos mercados benaventanos. A su vez, ese itinerario fue uno de los sectores de la ancestral vereda ganadera que enlazó también con Toro. Ya a las afueras topamos con una compleja encrucijada con cinco ramales, de los cuales optamos por el que salva el arroyo allí mismo y enfila directo hacia el norte. El cauce acuático que atravesamos, aunque canaliza la escorrentía de una amplia cuenca, sólo se nuestra activo en épocas de lluvias copiosas. A pesar de esa insignificancia, origina una cinta de humedad que permite la existencia de hileras de álamos y chopos, de notable importancia paisajística. Aguas arriba, en el trecho de arbolado más denso, se halla una de las fuentes locales, llamada de la Rana, manantial apreciado en la zona, donde no abundan en demasía. Tras pasar ya a la margen izquierda, bien cerca, permanecen las dolientes ruinas de un viejo palomar, circular en este caso.

Algunas decenas de metros más adelante alcanzamos el enclave donde se emplaza el cementerio local. Recias tapias acotan sus espacios, como si urgiera preservarlos del inmenso desamparo externo. Apuntando hacia lo alto emerge un único árbol. Ofrece el solitario y estoico testimonio de vida en ese recinto de muertos. A su vez, uno de los sectores más visibles de la pared frontal, entre la esquina y la puerta, se aprovechó para colocar un largo y melancólico poema. Viene a ser un inspirado homenaje a los difuntos que adentro reposan.

Continuando con la marcha, dejamos atrás, sucesivamente, dos granjas ganaderas modernas y funcionales, bastante grandes. Otras quedan a la vista a media distancia. Aquí y allá arrancan sucesivos ramales, en cuyas confluencias siempre seguimos de frente. Hemos ganado cierta altura, por lo que las perspectivas se dilatan. Aparte del propio pueblo, divisamos San Esteban del Molar, Vidayanes, Revellinos y Villafáfila. Nos adentramos totalmente en parajes despejados y uniformes, por lo que un solitario chopo que crece en la cuneta adquiere un rotundo protagonismo. Es el último árbol por esta parte. Un trecho más adelante perdura una vieja viña. Todos los demás terrenos se muestran rasos, seccionados en fincas extensas, con sus lindes trazadas a cordel; varias ocupadas con alfalfas.

Tras superar un largo aunque suave repecho, iniciamos el descenso. Diluidos por la distancia, llegamos a vislumbrar Castrogonzalo y Benavente. Alcanzamos los confines del término local, los cuales se hacen evidentes por las señales de coto de caza y adiestramiento de perros. Topamos también con la conjunción de varias calzadas. Viramos por el primer desvío que encontramos a mano izquierda, para avanzar a continuación por una hondonada poco definida rotulada en los mapas como El Valle. Nos dirigimos hacia el suroeste por el camino de las Clavelinas. A distancia media, por el occidente, se avista una amplia cinta boscosa. La forman el monte de Barcial y ciertas matas que lo prolongan hacia el sur. Dejamos atrás otra encrucijada, para empalmar en la siguiente con la ruta que unió antaño San Agustín con Villaveza del Agua. Por este último carril retornamos directos al punto de partida.

En un gran trecho hemos vagado por parajes desnudos, carentes del alivio de cualquier tipo de sombra. Por ello adquieren intenso protagonismo unos pocos pinos plantados en una parcela inmediata al último cruce. Son alrededor de una veintena, probablemente los que sobrevivieron en una fallida repoblación forestal que pretendió ocupar toda la finca. Más adelante un gran montón de fardos de paja, desechados y semipodridos, originan una discordante aspereza en la monótona suavidad del entorno. Casi en frente, asoma una caseta y cuatro solitarias encinas. Descendemos suavemente, posando ya las miradas sobre el propio pueblo, relativamente cercano. Un poco apartada a mano izquierda existe una poza, agrandada y profundizada hace unos años para servir de abrevadero a los rebaños que pastan por los pagos inmediatos. Ese punto húmedo es el origen del arroyo local, aquel que cruzamos al iniciar la ruta. Bien cerca se inicia la banda forestal que prosperan junto a su lecho.

Próximas ya a las primeras casas destacan sobremanera las bodegas locales, orientadas en su mayoría hacia el más fresco septentrión. Forman llamativas agrupaciones en las que los lomos térreos que protegen sus cañones y cuevas van coronados por los resaltos de las zarceras o chimeneas de ventilación. A su vez, muchas de las puertas se guarecen bajo una especie de corta bóveda. Por la falta de uso actual se aprecia en ellas mucho abandono. Hoyos como cráteres son el testimonio visible de su derrumbe. Aún así, su presencia testifica la extensión antigua de los viñedos por estos territorios, prácticamente desaparecidos en nuestros días.

En el medio de un entorno ocupado parcialmente por tenadas pecuarias, empalmamos con el camino de los Carboneros. Por él podemos completar la caminata, pero posponemos momentáneamente ese fin para apartarnos medio kilómetro hacia el suroeste. Hacemos ese rodeo para llegar hasta la fuente de la Dehesa, cuya ubicación se intuye porque a su lado prosperan unos pocos árboles, almendros en su mayor parte. Hemos de penetrar en un pequeño hondón para descubrirla. Su manantial, agotado en tiempos de sequías, brota dentro de un pozuelo forrado de piedra y parcialmente techado con una losa. Se ha especulado con los orígenes de este venero, afirmando incluso que su hechura es de época romana. Lo que de cierto se sabe es que a sus orillas se ubicó en la Edad Media una aldea denominada Fontiñuela, la cual quedó yerma hacia la mitad del siglo XV. Tal poblado fue un dominio del Priorato de Nuestra Señora del Puente, casa religiosa que existió a orillas del río Esla junto al también desaparecido puente de Deustamber, allá en las proximidades de Milles de la Polvorosa. Cuando ese cenobio pasó a poder de los agustinos de la lejana Abadía de Benevívere, también Fontiñuela quedó incorporada por largo tiempo a sus posesiones.

Otros parajes locales presentan testimonios arqueológicos, como Las Neiras, Las Somadicas o Los Villares. De alguno de ellos puede proceder una cabeza masculina fechada en el siglo I, realizada en mármol, que ahora se guarda en el Museo de Zamora.