El núcleo espiritual del valle de Vidriales, su emotivo corazón, se encuentra situado en las afueras de la localidad de Rosinos. Se alza allí el notable santuario de la Virgen del Campo, recinto donde se cobija la patrona de todo el distrito. Tan espléndido monumento nos sirve como aliciente básico para una ruta trazada por distintos parajes del término local.

Iniciamos el recorrido saliendo del pueblo por un viejo camino que arranca hacia el oriente desde la calle de Alfonso XIII. Esa vereda adopta las formas de una angosta senda, ya que la mayor parte de sus espacios están invadidos por abrojos y cardos. Tras dejar atrás las casas avanzamos entre fincas diversas, asilvestradas algunas, protegidas parcialmente con rústicas paredes. A nuestra izquierda se yergue un cerro empinado, cuyas laderas muestran rojas torrenteras. Su entraña rocosa se hace presente en los cuchillones esquistosos que emergen sobre su cumbre. Este altozano, que recibe el expresivo nombre de La Cuesta, acoge y ampara en sus estribaciones meridionales el casco urbano que acabamos de abandonar.

Nuestra marcha sigue en paralelo a la carretera que enfila hacia Bercianos, aproximándonos un tanto a ella pero sin llegar a pisarla. Tras haber recorrido unos trescientos metros accedemos a las puertas de la sencilla ermita de la Vera Cruz. Hallamos uno de esos típicos humilladeros situados a las afueras del poblado, a orillas del itinerario más concurrido. En su conjunto posee planta rectangular, con un rústico portalillo ante la entrada, que se forman con muros de tosca mampostería y un funcional tejado a tres vertientes. El interior se domina visualmente por cualquiera de las ventanas limosneras horadadas a los lados de la puerta. Esos vanos, protegidos por unas elementales rejas de madera, carecen de cristal. De esa manera facilitan, sin requisitos ni condicionantes, una oración íntima y directa a los devotos y caminantes. Los anhelos y miradas se concentran sobre el nicho que hace las veces de retablo, pues acoge un Crucificado de pequeño tamaño. Tal figura aparece embozada con faldones y bandas de tela que la devoción popular ha agregado con intenciones de aliviar el desamparo. Aunque el recinto todavía se mantiene firme, apreciamos cierto abandono. Precisa de esos cuidados elementales para esquivar la peligrosa regresión hacia la ruina.

Tras reanudar la marcha, dejamos a un lado un par de bodegas solitarias, cercanas a viñas todavía bien atendidas. A su vez, cepas asilvestradas prosperan en las lindes de la propia ruta. La trocha que llevamos se transforma en buena pista al converger con un enlace que viene de la cercana carretera. En una inmediata bifurcación tomamos el ramal de la izquierda, el cual se dirige decidido hacia el noreste. Nos adentramos en parajes bravíos y solitarios, en los que las áreas bajas están ocupadas por parcelas que todavía se siembran, quedando las laderas para la vegetación espontánea. Domina un monte abierto, áspero, sombreado a trechos por encinas dispersas. El sotobosque lo forman matas de piornos, torviscos y sobre todo jaras.

Vamos dejando atrás el citado teso de La Cuesta, para bordear a continuación el señalado como Peñagua. Seguimos rectos de momento, despreciando las roderas que se apartan hacia la izquierda por la vaguada que se forma entre esos dos altozanos. Las vistas panorámicas se amplían y engrandecen. Asoma de frente el tramo central de la Sierra de Carpurias, sobre el que giran incesantes numerosos eólicos. Como cresta dominante aparece el alto de Peña Roya y, más hacia el oriente, el importante castro de Las Labradas, apreciable por su desnudez, cual si fuera un calvero desamparado. En la otra dirección, el pueblo de Villageriz reposa mansamente sobre el piedemonte y los repechos primeros.

Al llegar a un cruce nos desviamos hacia la izquierda. Atravesamos ahora entre amplias fincas de suelos un tanto cascajosos. Un par de ellas están repobladas con pinos, los cuales ya poseen bastante altura. La pista que hemos tomado concluye en otra transversal, donde hemos de virar nuevamente hacia la mano izquierda. Trasponemos ahora una zona relativamente elevada, contigua con el vallejo recorrido por el arroyo del Real. Los fondos húmedos y fecundos de esa depresión están ocupados parcialmente por choperas. En su otra vertiente asoma el castro de Fuente Encalada, dejando a sus pies el pueblo de ese nombre. Bien perceptible es una granja porcina, amplia y moderna. Después de rebasar un nuevo pinar alcanzamos tangencialmente el principal grupo de bodegas locales. Aunque son muchas más las que aparecen abandonadas, otras se muestran cuidadas y activas.

Podríamos completar el circuito desde aquí, retornando presurosos al tan inmediato casco urbano, pero no lo hacemos de momento. Tras alcanzar el ramal de la carretera nos alejamos por su arcén un corto tramo. Marchamos de esta manera hacia el ya señalado santuario de la Virgen del Campo, bien visible a poco más de medio kilómetro. Esa vía de asfalto la abandonamos enseguida, junto a unas naves pecuarias. Accedemos así a los ejidos libres y despejados que se extienden a partir de ahí.

El gran templo al que nos encaminamos presenta formas rotundas y monumentales. Su planimetría tiende a rectangular, emergiendo sobre los amplios tejados el cuerpo que encierra la cúpula y con mayor ímpetu el campanario. Es este último una torre, alta y potente, coronada por un chapitel prismático con un pináculo superior muy característico. Anejo al costado del mediodía se desarrolla un soleado pórtico sujeto sobre columnas. Esos diseños denotan una reconstrucción en los siglos XVII y XVIII. Santificando la generosa campa, llama la atención un notable crucero, que presenta un pilar gallardo, recubierto de líquenes, sobre el que campea un signo cristiano de brazos lobulados, con resplandores rellenando los ángulos.

Los espaciosos parajes circundantes adquieren un singular protagonismo en las diversas romerías anuales que aquí se celebran, sobre todo en la que tiene lugar a finales del verano, la más concurrida. Momentos muy emotivos son los de las procesiones con la venerada imagen de la Reina de los Cielos, a la cual se le ruega que bendiga con su presencia toda la comarca. Antaño también se realizaban las importantes ferias llamadas el Romaje, trasladadas hace bastantes décadas al vecino pueblo de Santibáñez.

Como se suelen decir misas con frecuencia, es fácil el acceso al interior del santuario. Todo se presenta limpio y cuidado, descollando los retablos barrocos, coloristas y refulgentes. En el principal se entroniza la escultura mariana titular, copia de la original desaparecida por robo. Muestra sedente a la Madre de Dios, con su divino hijo apoyado sobre su rodilla izquierda. Por sus líneas, se siguen en ella las formas de un primitivo estilo gótico.

Los orígenes de este centro de cultos se pierden en la noche de los tiempos. Una leyenda explica que la Virgen se mostró a unos pastores. Sus ganados deambulaban famélicos debido a una tremenda sequía, pero la Reina celestial envió lluvias copiosas y los pastos rebrotaron con pujanza. La realidad histórica puede ser muy distinta. Sobre los espacios adyacentes se ubicó antaño la ciudad romana de Petavonium. Surgió a orillas de los campamentos de la Legio X Gemina y el Ala II Falvia, cuyos vestigios se pueden visitar a pocos pasos. Tales unidades militares fueron traídas aquí para doblegar a los bravos astures cuyo último bastión de resistencia hubo de ser el anteriormente citado castro de Las Labradas. Es probable que existiera en este punto algún santuario pagano y fuera cristianizado posteriormente.

Nos queda retornar del nuevo al pueblo y lo hacemos, en un último tramo, otra vez, por la carretera que penetra en él. Ya entre las casas comprobamos que éstas se acomodan en solares de fuerte desnivel. Se forma así un urbanismo quebrado y singular que origina pintorescos rincones. Muchos de los inmuebles han sufrido las consiguientes renovaciones, yaciendo otros en ruinas. Como contraste existen magníficas viviendas de reciente hechura, que agregan una grata sensación de modernidad y bienestar. En lo más alto descuellan los volúmenes de una vieja capilla que estuvo consagrada a la Virgen del Rosario. Ha perdido el carácter religioso, pues se halla secularizada, aprovechada para otros usos. Posee gruesos estribos, puerta en arco y una espadañuela asomando por encima de los tejados.

En la zona más baja de la localidad se encuentra la iglesia, ya en contacto con huertos y descampados. Ante su acceso, abierto en las sombras de la fachada septentrional, existe un recinto acotado a modo de atrio, protegido por fuerte tapia. Desde su centro campea otro crucero pétreo, con sus brazos de formas abalaustradas tallados con esmero.

Al centrar la atención en el propio edificio, descubrimos que la cabecera es románica. Posee planta rectangular, creada con rústico mampuesto. Sus muros aparecen reforzados con parejas de contrafuertes, entre los que se abren vanos surgidos tras ensanchar las saeteras originarias. En lo alto, los aleros reposan sobre los típicos canecillos, lisos todos ellos. A esa capilla mayor primitiva se le agrega el cuerpo de las naves, dos en este caso, reedificadas en el siglo XVI. La portada es renacentista, clásica, de noble diseño. La forman un arco redondo profusamente modulado, dos columnas actuando de marco y un par de medallones con los bustos de San Pedro y San Pablo. Al visitar el interior comprobamos que todas las superficies aparecen enfoscadas, con algunas yeserías ornamentales. Aún así, en la cabecera se aprecian bien los perfiles del arco triunfal y de la bóveda de medio cañón, ambos levemente apuntados. Esas formas repiten los imperativos estilísticos ya divisados afuera. Los retablos son todos barrocos, impactantes por la suntuosidad y magnificencia de su decoración. Bien hermoso es el mayor, pero quizás aún lo sea más el de la Virgen, que preside la nave lateral. En su cascarón ostenta un pintoresco relieve que creemos que reproduce la natividad de María. Interesante y valioso es el antepecho del coro, relleno de entrelazos y estrellas mudéjares que forman una malla de gran complejidad. Creemos tener noticias de que se formó con retazos de un artesonado desmontado en alguna de las reformas