Hacia la mitad del siglo octavo Hispania está convulsa. Las rivalidades surgidas entre árabes y bereberes como consecuencia del reparto de tierras provocan la llegada de un ejército sirio. Estaba formado por gente preparada para combatir y, tras una rápida intervención, deciden quedarse en al- Ándalus. La desconfianza no se hace esperar, surge imparable y se extiende, incluso, entre quienes les habían requerido. La inestabilidad es inmediata. La confrontación, inevitable.

Mientras, en Oriente se resquebraja el califato Omeya. Sumido en luchas internas, Damasco comienza a desentenderse de una provincia tan distante como la andalusí. Por otra parte, los continuos enfrentamientos y la hambruna, después de cinco años de terrible sequía, afectan a toda la península de modo que muchas tribus bereberes asentadas en torno al Duero deciden regresar a tierras africanas. Como consecuencia del debilitamiento árabe, el reino de Asturias se expande sin grandes dificultades.

Alfonso I ordena la tala de los Campos Góticos y los arrasa por proteger sus recién conquistados territorios de las incursiones sarracenas. La población nativa emigra y, en poco tiempo, esa zona mesetaria comprendida entre los ríos Duero, Esla, Pisuerga y Carrión queda despoblada y convertida en «tierra de nadie». En un espacio fronterizo entre al- Ándalus y el reino astur. Entretanto, los movimientos heréticos proliferan en la comunidad cristiana andalusí. Los obispos huyen hacia el norte dejando vacantes sus sedes, y en Toledo, sometida al poder musulmán, el arzobispo Elipando trata de mantener desesperadamente la autonomía de la iglesia visigoda respecto a Roma. Debilitada la esencia del catolicismo hispano, la comunicad mozárabe, con modos y formas arabizados después de años de convivencia con el invasor, se debate entre la suya y una religión más cómoda y sin tanta complicación teológica como la islámica. Las creencias se resquebrajan.

En esta ceremonia de la confusión, se produce el primer gran cisma mediterráneo: la división entre el Oriente y el Occidente romano. Roma y Toledo, enfrentadas. Es entonces que cobra protagonismo el Libro de las Revelaciones, el «Apocalipsis» del profeta Juan. La obra de Beato de Liébana, allá por el año 776, alcanza gran popularidad en la Hispania cristiana. La difusión de sus «Comentarios al Apocalipsis» fue enorme. Representaban la simbología perfecta para enfrentarse no tanto al Islam como a una más de las herejías antitrinitarias surgida en Córdoba, esta vez, al amparo de un idioma extraño. Nadie en la península ha oído hablar aún de Mahoma. Es demasiado pronto, sin embargo, reyes y obispos los hacen suyos de inmediato. Es la motivación que buscaban. Más allá del sentido religioso se escondía la intencionalidad de aunar fuerzas en torno a un objetivo común: derrotar a los sarracenos. Se acercaba el final del primer milenio y los creyentes creían vivir en sus carnes las apocalípticas visiones del profeta.

Era fácil identificar a las fuerzas del mal con los enemigos muslímicos. A Satán, con aquellos infernales guerreros de tez oscura, rostro fiero y espadas de un solo filo que, a diferencia de las hispanas, se ensanchaban a partir de la empuñadura y eran capaces de separar, de un solo tajo, la cabeza del tronco de un cristiano. Para los reinos del norte peninsular, no había ninguna duda. Córdoba era la Babilonia bíblica y el Islán el Anticristo que anunciara en su tiempo el profeta Juan.