"Peligro de derrumbe" es su último libro y primera novela. Ficción ficticia, porque está inspirada en sus reportajes sobre los que sufren a diario la crisis. Pedro Simón, natural de San Marcial, y una de las plumas más brillantes de El Mundo, acaba además de ganar el premio Ortega y Gasset de periodismo. En la entrevista deja el boli y habla. Abierto en canal.

-Acaban de otorgarle el premio Ortega y Gasset por aportar una óptica distinta en una serie de reportajes sobre la España del despilfarro. Una óptica distinta, pero que coincide con aquel "nuevo periodismo" de esos grandes maestros que tanto le gusta citar de Wolfe a Galese o Kapuscinski. ¿Acaso los periodistas hemos perdido en este viaje tan valioso legado?

-Me gusta siempre citar a un poeta canario que no se refería al periodismo, pero creo que el fondo de la cuestión tiene mucho que ver. Ese poeta decía: "Es hora de que los cristianos se cristianicen o desaparecerán". A los periodistas les puede pasar lo mismo como consecuencia de una vorágine que comenzó en los medios audiovisuales y que ahora se ha trasladado al resto, que es la lucha por la audiencia. Estamos deslumbrados con ese foco. Y creo que, o volvemos a la calle a contar una historia o desapareceremos. Lo audiovisual ha banalizado el discurso, vivimos demasiado pendientes de la audiencia y eso redunda en un peor periodismo. Hay que volver al purismo de la profesión. No voy a decir que vayamos a transformar la sociedad nosotros solos, pero sí debemos hacer un esfuerzo para mover conciencias.

-¿Si tuviera que definir periodismo para que lo entendieran quienes piensan como el ministro del Interior, Catalá, que les diría?

-Les recordaría que los primeros en poner en marcha siempre la maquinaria de la filtración son los gobiernos.

-¿A un gobierno le hace más daño la filtración de un sumario en un caso de corrupción o que se publiquen historias que evidencien que la pretendida recuperación económica no llega donde debería?

-Los gobiernos tienden a incomodarse con todo aquello que no pueden embridar. Y eso se ha evidenciado más con la crisis. Los medios necesitan financiación que no tienen y, por ahí, es cierto que ha habido una "bajada de pantalones" bastante generalizada. Siempre me acuerdo de una pintada que vi una vez en el barrio de San Telmo y que decía: "Nos mean y la prensa dice que llueve". La realidad desmiente a menudo lo que el Gobierno quiere vender y quiere que salga en los periódicos. Cuando hablo con gente que ha padecido directamente las consecuencias de la crisis me doy cuenta de que la recuperación no ha llegado, simplemente ha habido un cambio de modelo por otro que ha venido para quedarse. Hay gente para la que, cuando quiera llegar ese "séptimo de caballería" de la recuperación será demasiado tarde, porque ya le habrán cortado la cabellera. Gente que lleva años sin trabajo. En un reportaje reciente en el que retratábamos el perfil de la recuperación, hablábamos con una señora, antigua jefa de ventas, que acababa de encontrar trabajo, pero gana 670 euros. Y me decía: "No sé por qué estoy tan contenta, si no llego a final de mes". Detrás de las grandes cifras de la macroeconomía debemos darnos cuenta de que en España un 13% de los trabajadores se encuentran por debajo del umbral de la pobreza y la mitad de los empleados cobran menos de 950 euros al mes.

-Usted es partidario de un periodismo que rompa, que llegue al corazón. Pero trabaja con materia sensible. Cada vez que elabora uno de esos reportajes, sus protagonistas abren de par en par su intimidad. ¿Dónde pone el límite?

-Se dice que entre lo sublime y lo ridículo hay una línea muy delgada y moverse en esos escasos milímetros siempre resulta complicado. Para mí hay dos límites, uno la mentira y otro el insulto. Trabajas, sí, con material delicado, cuando una persona se pone delante de un periodista y se abre en canal. La prueba del nueve que me hago es comprobar si le gusta a esa persona antes de que salga. No hablo del ministro del Interior, hablo del desahuciado. Porque para mí es muy importante que el protagonista se reconozca en lo que he escrito, entonces sé que el trabajo está bien hecho y me quedo tranquilo.

-¿Y así se eluden los riesgos más evidentes?

-Hablo de casos difíciles, donde se ven implicados menores, donde hay episodios familiares truculentos que te hacen dudar de qué línea no debes traspasar. Lo más extremo no me gusta. No creo que se trate de arriesgar o no arriesgar, sino que la gente se vea reflejada de verdad.

-Siempre se define como "periodista de boli y papel...".

-Y calle, de los de tinta en las venas que decía Pedro J.

-¿Le incomodan otros formatos que no sea el periódico de papel?

-Cuando digo boli y papel también digo tablet, por ejemplo, no restrinjo formatos o herramientas. Pero la calle es eso, la calle. Lo que quiero decir que esto, que en mí es casi obsesivo, es lo que hablábamos antes, que hay que volver a las esencias. Hay chavales que, sin necesidad de moverse de casa, cuelgan en Internet cosas increíbles. Si los periodistas no nos diferenciamos, ¿por qué nos van a comprar? Hoy se habla mucho de "periodismo ciudadano", una martingala en la que no creo, porque está muy bien que los ciudadanos comuniquen, pero hacer periodismo es otra cosa. Ahora todo el mundo tiene acceso a la información básica, cualquiera abre la página de cualquier agencia de noticias, que antes estaban restringidas a los periodistas. O damos un valor añadido acudiendo a los sitios con la destreza que presta este oficio, contrastando adecuadamente con varias fuentes y contamos una buena historia en segunda velocidad, despacito y bien, o somos prescindibles.

-¿Un periodista de hoy en día puede prescindir de estar presente en las redes sociales? Usted, por ejemplo, no está en Twitter.

-No me gusta Twitter, porque como dijo una vez Segurola, es un bar de borrachos. Cualquiera llega, da un golpe en la mesa y dice una sandez. Antes el tonto te decía una vez su tontería. Ahora con esas mismas tonterías te bombardean por tierra, mar y aire, te acaban asfixiando. Y a los periodistas, que somos animales muy vanidosos, nos envilece bastante, nos hace estar pendiente del halago, y todo eso, a mí por lo menos, me quita energía.

-¿Hay mucho de impostura en esto de estar o no estar en las redes sociales?

-Sí, en las dos cosas. En estar, sin duda. Hay carreras absolutamente forzadas de gente que no las conocía nadie y que han crecido a base de pelotear a los que mandan en este oficio. Incluso, pobres idiotas, se creen que comparten mesa con ellos solo porque les contestan a un tweet o un wasthapp. Al final lo que tienes es que cualquier chaval con 22 años se cree que periodismo es abrirte una cuenta en Twitter y estar delante de una pantalla mirando Google. Y no es eso, hay que estar en la calle. No me gusta eso de Twitter. Un día, al salir de un programa en la televisión se me acercó alguien y me dijo: "lo estás quemando en Twitter". Yo no tenía ni idea de lo que hablaba. Me preocupa, además, lo que puedan pensar mis hijos si me ven todo el día pendiente del móvil como un gilipuertas, lo veo tan peligroso como que me vean constantemente con una botella de ginebra en la mano.

-¿No es también esto un modelo que ha venido para quedarse?

-Tengo una anécdota muy ilustrativa sobre el caso. Hace como diez años, un redactor jefe mío, no diré nombres, dijo: "¡Tengo unas ganas de que se pase esta moda de Internet!". No quiero cometer la misma torpeza. Las redes sociales han venido para quedarse seguramente, pero no me interesan, sobre todo porque creo que me hacen peor. Quizá me vendría bien estar y me proporcionarían más éxito profesional, pero tengo ya una edad en la que me inclino más hacia lo que me apetece que lo que nos viene bien. Salvo que lo necesitara para comer.

-¿Qué tiempo le da de vida al periodismo en papel tal y como lo concebimos en estos momentos, en el soporte tradicional?

-El papel no va a desaparecer nunca y creo que se va a producir un efecto rebote. Vamos cayendo en ventas todos los periódicos y esa caída seguirá. Pero pienso que habrá espacio para un producto no diario, pero quizá semanal, de mucha calidad, de segunda velocidad, cocinado a fuego lento, más literario, más de guardar, quizá más elitista. Un producto más caro, pero que va a tener un sentido periodístico. En definitiva, un complemento a esta cosa voraz que hay que alimentar con una pala. Internet es como una locomotora que se lo traga todo y que lo único que hace es frustrar al trabajador. Antes nos quejábamos de que nuestras historias solo duraban un día. ¡Pero es que ahora no te duran ni dos horas!

-¿La velocidad que exige informar a través de Internet puede provocar frustración en los periodistas?

-Sin ninguna duda. Una de las cosas que en El Mundo es motivo de debate entre los trabajadores y de sana queja con los responsables de la web es lo poco que duran las historias. Uno puede pegarse un trabajo de cinco días para algo que va a durar tres horas. Eso no es racional. Habrá que encontrar algún día el paso adecuado para Internet. Ahora mismo es un caballo desbocado que a mí por lo menos me asusta.

-Quizá porque los medios tradicionales tardaron demasiado tiempo en ser conscientes de lo que venía y ahora nos ha pillado a contrapelo. En lugar de marcar el paso, ¿los periodistas hemos seguido la vorágine y nos han tomado la delantera los blogeros y las redes sociales?

-Sí. En todo este tsunami que se ha producido con la crisis, en esta gran grieta que se ha abierto, también ha pasado algo parecido con los medios. De pronto da la sensación de que la gente que hace periodismo tradicional es algo viejuno, como la casta, algo antiguo con lo que hay que acabar. Entonces lo adecuado, lo que pita, es eso, informaciones muy fragmentadas, muy medidas, vídeos de no más de un minuto en la web porque la gente se aburre? ¡Pues que no lo vean! El periodismo tiene que informar. Cuando estamos tan pendiente de las audiencias, que es lo que nos ha traído Internet, perdemos de vista lo mejor. El lector no se va a acordar de quién lo dio antes sino de quién lo dio mejor. Tengo reportajes en la cabeza que leí de joven y que no tengo ni idea quién publicó primero. Estamos mucho en la cantidad y no en la calidad. Y eso es peligroso.

-La gente joven no tiene conciencia de que detrás de Internet hay personas. Y hay quien piensa que ya no se necesitan periodistas porque para eso está Internet. ¿Qué hemos hecho mal?

-Eso es tremendo. Ahí también tenemos nuestra culpa. Es una pena que tendremos que pagar durante mucho tiempo. Y ya no solo por el periodismo acomodaticio en lo ideológico, sino también en los usos tradicionales de la información. Una cosa tan sencilla como contrastar una historia en realidad es algo que hace muy poca gente ya, entre otras cosas para que no te fastidien la noticia.

-¿Qué cree que harían los personajes de su novela el próximo 24-M?

-Cada uno haría una cosa diferente. Pero creo que a todos les tentaría la idea de no votar por lo obvio. Son arquetipos de la crisis, de gente absolutamente destruida, desde la universitaria de treinta años que no tiene trabajo y que ha empezado a consumir ansiolíticos, el de cuarenta años bien preparado y que han despedido, el empresario del ladrillo corrupto y comisionista que ahora se ve sin empleo... Es ficción de no ficción, porque todos conocemos a gente que está en esa tesitura. O no votaría o votarían a Podemos.

-Lo que retrata coloca al lector al borde del abismo y dibuja personajes resignados a su suerte. No hay un mínimo de rebeldía. ¿Cree que lucharían por un cambio social?

-Hay compañeros que leyendo el libro me han dicho que tenían que hacer apnea, coger aire y luego subir. Detrás de esto lo que hay es que la salida que se les ofrece a estas personas atropelladas por la crisis son empleos que no tienen nada que ver con la dignidad. Si te ofrecen un empleo por 700 euros te matan, pero es que si lo coges y te conformas estás muerto. El conformismo se ha ido instalando y tampoco me parece que sea algo reprochable. Una cosa es lo que nos gustaría que sucediera y otra las cosas como son. Aquí los personajes están resignados a su suerte porque no hay nada que lo pueda hacer cambiar. La realidad es un poco así.

-Uno de los capítulos se dedica a un inmigrante al que le ocurre todo lo peor y, sin embargo, es de los pocos que conserva toda su inocencia. ¿Eso también lo ha visto es sus reportajes?

-La felicidad tiene que ver con la ausencia de dolor. Y por ello la gente tiende a ponerse el listón muy bajo para que simplemente con dar un saltito pueda ser feliz. La gente que suele estar más jodida es la que tiene más herramientas para ser feliz. Con pequeñas cositas te vas anclando en la vida, pero eso no vale en una sociedad como la nuestra. La palabra crisis no significa lo mismo en España que en Sierra Leona.

-Le gusta abrir en canal a sus entrevistados. ¿Le tienta hacerlo con políticos?

-No tengo yo mucho apego por los políticos. No es algo que me seduzca ni periodística ni literariamente.

-Pero también son personas.

-El periodismo que no se ha hecho hasta ahora es hablar del hijo de Bárcenas, de la familia de Rato. Ahí hay algo que se puede hacer. Pero insisto en que lo que de verdad me seduce es la gente, y la gente por lo general tienen poco que ver con los políticos.

-Se suele decir que los políticos viven fuera de la realidad. ¿Porque no les interesa o porque no la conocen?

-Porque no la transitan. Pero no solo los políticos, porque podemos hablar de esa gente que va a trabajar con un coche de cristales tintados o del ejecutivo de una multinacional que no pisa la calle. Alguien importante que pierde de vista la calle yo creo que deja de ser importante.

-¿Alguna vez en su trabajo ha dicho ya no puedo más, ya es suficiente?

-Sin ir más lejos ayer. Estuve en una unidad de paliativos pediátricos con niños que se están muriendo. Tomas aire, tomas algo de distancia y lo escribes.

-¿No es mucho más fácil hacer llorar que hacer reír, como dicen los actores?

-Sin duda alguna. Destila mucha más inteligencia quien te hace reír que quien te hace llorar. Cuando decido ir a una unidad pediátrica yo voy a contar una historia terrible, cierto, y la de su madre. Pero yo no quiero contarla para hacer llorar, sino porque en España hay entre siete mil y diez mil niños que necesitan ese tratamiento paliativo y que están muriendo en otros sitios donde no tienen que estar. En una sociedad que ha despilfarrado tanto en sandeces y en rotondas y puentes que no van a ningún lado hay que decir que existen problemas que no están resueltos. Me aproximo no con el ánimo de hacer llorar, sino con el de contar algo que hay detrás. Los periodistas, es verdad, no vamos a cambiar el mundo y tampoco lo pretendemos, pero sí puedes transformar pequeñas cositas.

-Le gusta cultivar una imagen de periodista de perfil bajo que escribe sobre cosas que le pasan a la gente. Pero ahora no solo es premio Ortega y Gasset, sino que su último libro está funcionando muy bien. ¿Le va a servir para tener más libertad o de alguna manera le agobia haberse situado en ese primer plano?

-Yo quiero seguir haciendo lo que hago. No quiero ir a programas de televisión a opinar sobre cuestiones que no conozco. En periodismo me gusta ir a un sitio y contar la historia. Además tengo la suerte de disponer de varios días cuando es necesario, para poder hacerlo despacio. No aspiro a hacer nada más que eso. Ni creo que sepa hacer otra cosa bien.

-¿Se siente más libre tras la salida de Pedro J?

-Pedro J era un hombre absolutamente refractario para los temas de interés humano. Casimiro, del que hablo ya como exdirector, sí le ha dado un trato mucho más relevante y, tanto antes como ahora, sí que puedo decir que en El Mundo he trabajado con gran libertad. Los mecanismos de control interno no funcionan como en otros medios, hasta el punto de que, en una ocasión, hice un reportaje sobre las ETT´s en las que no salían muy bien paradas, y en la que me centraba era propiedad de uno de los dueños del periódico. Lo supe a posteriori porque me lo dijeron cuando ya se había publicado.