Sobre las 21.30 horas. Varios vecinos comparten una noche más en el bar, marcada por el monótono trajín de los coches que buscan la capital o, bien, toman rumbo a Fermoselle y la frontera portuguesa. El paso acelerado de un vehículo de la Guardia Civil rompe el sosiego en el bar «Capri», cuyos moradores están a punto de comprobar que este nueve de enero no es un día más. Allí, en Bermillo, donde nunca pasa nada, desconocen que van a ser testigos de un infatigable ir y venir de miembros de la Benemérita. Primero son caras conocidas, rostros de alguno de los guardias de la comandancia local. Más tarde, la presencia de las fuerzas de seguridad se multiplica. La curiosidad aumenta.

En casa de José Antonio Colino son tres. Viven a pocos metros de la carretera CL-527 a su paso por el corazón de Bermillo. Uno de los guardias locales llama a la puerta y les advierte de que pasen a las habitaciones interiores, las más alejadas de la zona acordonada. José Antonio y su familia no lo saben, pero las medidas de seguridad tienen su origen en la presencia de un furgón, un Iveco Daily blanco, con matrícula francesa. El peligro está en el interior: diez kilos de explosivos, bombonas y bidones, armas, un equipo de troquelaje y material para fabricar explosivos. Claro que la Guardia Civil aún no lo sabe con tal detalle.

La visita al inmueble de José Antonio y su familia se repite. No basta con ocupar las salas del fondo, es preciso desalojar la vivienda. Colino se marcha a buscar a su madre, de edad avanzada, pero ella no oye los golpes en la puerta. Al final se percata de la alerta de su hijo, recoge los bártulos y acompaña a los suyos camino de casa de unos amigos. Son las diez y cuarto. Acaban de enterarse que la amenaza tiene cuatro ruedas y está aparcada en la calle Monseñor Santos, frente a las oficinas del Ministerio de Trabajo.

Las casas aledañas a la furgoneta de los etarras apenas están habitadas. Los guardias entran en el bar «Capri», piden su desalojo y preguntan qué viviendas están ocupadas. Les dicen que una de ellas está justo enfrente del vehículo incautado. Allí, la tarde es plácida para Teresa Manzano, de unos ochenta años. Vive sola y la noticia de la Guardia Civil la sobrecoge en «un pueblo tranquilísimo». Se va a casa de una vecina que vive más arriba, pero a ella también la desalojan. Al fin, su hijo, el que vive en Almeida, la viene a buscar con el coche y se la lleva. Teresa respira, pero no se tranquiliza. No deja de darle vueltas a la cabeza. «Mira que si prenden fuego a todas estas casas». Teme no volver a ver su hogar tal cual lo deja.

Entretanto, María Teresa Coscarón, que vive encima del bar «Capri» -a cien metros del lugar acordonado-, sale de la cama, toma lo imprescindible y se dirige a casa de sus hijos con su marido Hortensio, que acaba de cerrar el bar tras la visita de la Benemérita. Les ofrecen alojamiento, a ellos y la decena de hogares evacuados, pero se arreglan. Cuando no es un familiar, es un amigo o un vecino el que le abre les puertas.

Pero, ¿qué pasa afuera? Hay una furgoneta, sí. Y parece que tiene dentro explosivos. Llegan desde Valladolid los agentes especializados Tedax. Claro que eso los vecinos no lo verán, porque ya están reubicados. Mientras, a unos metros, en la calle Los Herreros, los rumores toman forma. «No, no puede ser. Sí, son los de la ETA», comienza a oírse. José Luis Izquierdo permanece ajeno a la noticia, pero, tras enterarse de los desalojos, decide ir a buscar a su madre, muy mayor, que vive en la plaza. Prefiere llevársela, antes de que la noticia la perturbe. Ya en casa, pone la tele. Hablan de los presuntos etarras detenidos en Francia. Ni rastro del pueblo. ¿Cómo va a salir Bermillo en las noticias, si no sale nunca?

Cerca de las once, Carlos, el mecánico, le da una voz a Chon, que vive enfrente del «Capri». Ella no quiere salir. Es más, coge un bastón por si tiene que defenderse ante algún extraño, pero al reconocer el tono de su vecino, abre. Es la Guardia Civil. Le dicen que hay una bomba y se encorajina. «Me pone negra esa gentuza», se dice. Sin embargo, accede a dejar su casa y se marcha con Carlos. Sus sobrinos, que viven en los Pirineos, se enteran de que algo pasa en Bermillo y la llaman por teléfono, pero ella no contestará hasta la mañana siguiente.

Los accesos al lugar del control policial están completamente sellados. Las fuerzas de seguridad han tomado Bermillo. Allí, donde nunca pasa nada, donde el nueve de enero tampoco tenía previsto evento alguno. Dos de los terroristas fugados entran en Portugal. La policía lusa será implacable en su detención. La madrugada avanza bajo cero. En Sayago hay poca gente durante el año, pero, a esas horas en Bermillo, no se mueve ni la escarcha. José Antonio Colino, inquieto, regresa a su casa, junto a la travesía. Sin éxito. La Guardia Civil no le permite entrar. Son las cuatro de la mañana. Tres horas más tarde, a las siete, las fuerzas de seguridad suben la Iveco Daily blanca en una grúa, camino del cuartel de Zamora.

9.00 horas. Cinco grados bajo cero. Llegan los periodistas. Bermillo no les esconde lo sucedido en una muestra ejemplar de civismo. El susto ha pasado. La incredulidad de sentir a ETA a unos metros ayuda. Pero sí, son ellos. Tantas veces protagonistas execrables de los telediarios, ni Sayago se ha librado de sus planes dementes. Los evacuados regresan a sus casas. Todo es igual y distinto. La conversación en la calle, con el diario LA OPINIÓN-EL CORREO DE ZAMORA en las manos, está injustamente monopolizada por el terrorismo. Ellos, los vecinos de Bermillo, que son ejemplo de saber estar.