La situación real de la pareja de hecho y con descendencia de por medio, debió ser más o menos ocultada en Zamora, donde ambos eran sobradamente conocidos en sus círculos. El padre de ella, Pedro Celestino Vidal, fue, además de destacado militar, teniente de alcalde del Ayuntamiento de Zamora con Ramón Luelmo de alcalde.

Parte de la leyenda atribuye al coronel una férrea oposición a las relaciones de su hija con Sagasta por motivos ideológicos. En realidad, si hubo alguna oposición debió deberse, en opinión de José Luis Sampedro, más al hecho de que la joven protagonizara un segundo escándalo tras su fallido primer matrimonio. Así lo constata el tataranieto, José de Contreras: «La única oposición que nos consta a la familia no fue ideológica como siempre se ha dicho, ya que Celestino Vidal fue afín a la política del Círculo Liberal. Fue más bien una oposición moral, ya que el padre pensaba que el matrimonio de su hija con el militar era válido y no aprobaba su actitud».

A la muerte del progenitor, se produce el traslado a Madrid. En la capital española, donde se instalaron cuando Sagasta obtuvo el acta de diputado en 1853, la vida social de ambos era activa y el comportamiento de aquellos con los que se relacionaban atendía a la más pura hipocresía. Los hijos, José y Esperanza, acudían al colegio inscritos con sus nombres y apellidos auténticos, a pesar de que sus padres no estaban casados. Ángela Vidal tenía vetada la entrada en la Corte, aunque fuera de palacio sus relaciones eran excelentes. Se convirtió en la anfitriona ideal para todas las reuniones que se organizaban en el entorno del que fuera conocido como «El Viejo Pastor».

Las numerosas dedicatorias en su álbum de visitas (una costumbre de las damas de la alta sociedad de entonces), testimonian el sincero afecto y la admiración que despertaba la compañera de Sagasta tanto entre los políticos como en artistas, escritores y poetas.

Pero su papel trascendía el de mera señora de la casa. «Era una mujer excepcional. Cuando lo habitual era que las esposas fueran anuladas por sus maridos y que no pudieran ni siquiera tener ninguna propiedad a su nombre, ella poseía un talento innato para los negocios y hacía y deshacía sin que su marido tuviera que estar al tanto de las decisiones», rememora el tataranieto, José de Contreras.

Ese carácter emprendedor de la Vidal sirvió no sólo para sustentar a la familia en épocas aciagas como los exilios a los que se vio obligado Sagasta en los años más turbulentos de su actividad política, sino que le salvó de la quiebra de la aventura periodística llevada a cabo con el periódico «La Iberia».

La «inverosímil relación extramatrimonial», como la define el historiador José Luis Ollero, no sólo no encontró obstáculos en el marido oficial, sino que llegó a requerirle notarialmente en diferentes momentos a fin de que, como esposo que era, diese conformidad «para administrar, invertir las rentas, transigir sobre sus derechos y disponer libremente de sus bienes».

También es indudable su influencia en política, ya que diversos cargos en gobiernos de Sagasta los ejercen personas del entorno familiar de los Vidal. Y aunque nunca pudo ser recibida en Palacio frente a su esposo, reconocido y condecorado por la reina regente, María Cristina, no sucedía lo mismo en el vecino Portugal.

Las relaciones entre los liberales españoles y la monarquía portuguesa siempre fueron muy fluidas, como prueba la abundante correspondencia entre Sagasta y el rey de Portugal. A la zamorana la fue concedida la condecoración de Dama de la Orden de Isabel de Portugal. Puede que para compensar esa discriminación que por su situación extraconyugal padeció Ángela Rivas, su hija pequeña, Esperanza, nacida el 14 de febrero de 1875, accedió pronto a dama de la Corte española.

Nunca tuvo Sagasta fama de mujeriego y la zamorana fue un apoyo constante y vital para él. Juntos desafiaron las convenciones de la época y asumieron éxitos e infortunios en lo político y en lo personal. Superaron el amargo trago de perder una hija, la que hubiera sido la segunda en descendencia, a la que también habían puesto por nombre Esperanza y que murió a los pocos meses de nacer, según ha averiguado José Luis Olleros.

Por todas estas razones, Ángela Vidal Herrero fue para el liberal, sin duda alguna, la mujer de su vida. No pudieron contraer matrimonio hasta que fue oficialmente viuda. Nicolás Abad Alonso murió el 17 de enero de 1885 y un mes más tarde, el 18 de febrero, en la iglesia de San Sebastián de Madrid, se celebraba finalmente la esperada boda. La novia tenía 57 años, 60 el contrayente. Del nuevo estado civil disfrutarían doce años. El 3 de febrero de 1897, Ángela moría en su domicilio de la Carrera de San Jerónimo, a causa de una hemorragia cerebral. Sus restos reposan en la Sacramental de San Lorenzo, en la capital madrileña.

Los últimos años de su esposo fueron una sombra de aquel joven ingeniero que colocó a Zamora en los mapas de la comunicación moderna. Viudo, envejecido, enfermo del corazón y con el dolor interno de haber visto morir también a su primogénito, moría una fría noche del 5 de enero de 1903. Quién sabe si ese frío le llevó, como último recuerdo, aquellos atardeceres heladores junto al Duero en los que conoció al amor de su vida.