E n la copiosa documentación literaria y gráfica que rememora un siglo después la primera guerra mundial y sus causas, no es fácil encontrar nada comparable a la situación actual del mundo. Por si no bastaran los escenarios de Ucrania, Palestina, Líbano, Siria y Afganistán, Estados Unidos ha vuelto a bombardear Irak. El cruce de sanciones entre Rusia y la Unión Europea más USA, acongoja tanto por su incidencia en el sistema financiero occidental (según la alarma de Draghi) como por una tensión que crece sin control efectivo de los foros internacionales, manifiestamente impotentes. Las treguas bélicas para negociar armisticios fracasan sin excepción y duplican la crueldad de las agresiones. Moscú amenaza con cerrar el espacio aéreo a los vuelos americanos y europeos, concede tres años de asilo a Snowden para humillar a Washington, cuestiona el abastecimiento energético de una parte sustancial de Europa y suspende importaciones procedentes de países no implicados. El rampante yihadismo, los asesinatos de niños y mujeres palestinos y los rebrotes genocidas ponen el resto.

Ya no se trata de conflictos lejanísimos, como fueron Corea o Vietnam, y siguen siendo el Tibet o las dictaduras africanas, sino de guerras formales a las puertas del mundo desarrollado, y golpes de terror como el del 11-S en EE UU, el de Madrid o el de Londres, que han incrementado los sistemas de espionaje planetario en una escalada de la desconfianza. La enfermedad del mundo vuelve a ser el miedo y los sedantes están caducados. Los vetos en el consejo de seguridad de la ONU malogran cualquier tentativa de paz, exactamente como en los peores años de la guerra fría, mientras que las conferencias multilaterales o las embajadas bilaterales no pasan de amargo turismo. Cunde la sensación de que, tras los indescriptibles sufrimientos de todo un siglo, la tecnología armamentística aún puede multiplicarlos.

En medio de tan frágiles instrumentos de disuasión y tan claras pulsiones de venganza y resarcimiento, todavía juega en positivo el hecho de que las potencias y las alianzas militares hagan esfuerzos por evitar el aplastamiento de cualquiera de los enfrentados y, con ello, la espiral de una guerra más que regional. Tal vez coadyuven precedentes de torpeza como los consumados en el conflicto de los Balcanes, pero la esperanza está en la voluntad de no dar pasos irreversibles, aunque algunos lo parezcan. Pasaron décadas intentando alcanzar un Nuevo Orden Internacional que sigue frustrado. Ni la inhibición ni la intervención aportan resultados a la causa de la paz, pero el pulso entre los más poderosos sigue en tablas. Tristemente, este sucedáneo de paz en la guerra es al parecer lo único posible y hay que esperar que dure hasta el armisticio real. Desistir sería mucho peor.