Diez largos años han pasado desde que el joven Pedro Matías Sánchez Riesco desapareciera en Gijón sin dejar rastro. Desde aquel fatídico 26 de marzo del 2009, del que hoy se cumple una década, sus familiares y, de forma especial su madre, la toresana Rosa Riesco, siguen sin encontrar una respuesta a todas las incógnitas que rodean a la misteriosa desaparición del joven. Abatida por la tristeza y la angustia con las que convive desde hace diez años por la ausencia de su hijo, Riesco se sigue aferrando a la posibilidad de que algún testigo aporte pistas que puedan dar un vuelco a la investigación, sobre todo, porque la desaparición del joven se produjo "a plena luz del día" y porque su búsqueda se inició apenas dos horas después de que no regresara a la hora prevista a su casa para comer con su familia. En los últimos días, Riesco ha recibido numerosas llamadas de apoyo y aliento para que no desfallezca al cumplirse una década de la extraña desaparición de su hijo que, como matizó, para el equipo de la Policía Nacional encargado de la investigación y con el que mantiene un contacto permanente se ha convertido en un "caso personal". Riesco sigue descartando que la desaparición fuera voluntaria porque Pedro Matías "era mi hijo, pero también mi amigo, mi confidente y mi compañero en momentos difíciles" y porque mantenía una estrecha relación con su abuela Enriqueta, muy conocida en Toro, porque durante muchos años fue sacristana de la parroquia de Santo Tomás Cantuariense. Además, al joven, "se le caía la baba" con su primera sobrina y "nunca tuvo una discusión con nadie", ya que, como recordó ayer su madre, era una persona "ordenada" y que planificaba al máximo cada día de su vida, por lo que, si por cualquier motivo se retrasaba a la hora de volver a casa, siempre llamaba a su familia para que no se preocupara.

Precisamente, la ausencia de una llamada de advertencia el día de su desaparición activó todas las alarmas y, dos horas después de que se despidiera de unos compañeros de trabajo con los que había quedado para tomar algo, comenzó una búsqueda infructuosa que, una década después, sigue rodeada de interrogantes. De hecho, como subrayó su madre, la Policía Nacional trató en primera instancia de localizar el móvil del joven a través del GPS del teléfono, lo que permitió determinar el "lugar en el que se apagó", cerca de la conocida como "Casa del Mar" de Gijón y, aunque también se utilizó un detector de metales para tratar de hallar las llaves o el propio teléfono, no fue posible encontrar estos objetos personales. A las pocas horas de su desaparición, la Policía Nacional también trató de localizar al joven en los hospitales y en otros lugares de Gijón, búsqueda que, posteriormente, se lanzó a nivel internacional a través de la Interpol, pero sin ningún resultado. Familiares y amigos también se movilizaron de inmediato el 26 de marzo de 2009 para tratar de encontrar al joven, de 1,68 metros de altura, ojos castaños, pelo negro y corto y complexión atlética que, en el momento de su desaparición, vestía un pantalón vaquero, chubasquero gris con franjas naranjas y playeras grises, aunque también portaba un llavero con la fotografía de su sobrina. Una amiga fue la última con la que se cruzó el joven en su regreso a un hogar al que nunca volvió.

Los años transcurridos desde su desaparición y la ausencia de pistas que puedan ayudar a esclarecer el caso han provocado que su madre haya perdido la esperanza de que esté vivo, pero quiere que "encuentren" a su hijo para poder regresar a Toro y cumplir la promesa que, poco antes de fallecer, hizo a la abuela Enriqueta para que ambos puedan descansar juntos para siempre. El joven, como rememoró su madre, pasó muchos veranos en Toro donde reside parte de su familia, una ciudad a la que siempre se sintió muy unido.