La Opinión de Zamora

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José Manuel del Barrio

Siete días y un deseo

José Manuel del Barrio

Cotilleos de verano

Como siempre me han gustado las caras de los niños que se enfurruñan, también disfrutaba con el de una chavalina que traía a sus papis por la calle de la amargura

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Mesa 1. Familia de cuatro personas: padre, madre y dos adolescentes. La tertulia es intrascendente hasta que uno de los críos, que ya rondaría los 16 tacos, comunica que uno de sus amigos del alma ha conseguido, por fin, el sueño de su vida: la última versión de la PlayStation, la 5. Total, que él también la reivindica para no ser menos. El hermano menor apoya la petición con urgencia porque a él también le gusta pasar las horas muertas pegado a la pantalla de la dichosa consola. La reacción de los papis ha sido la mejor gasolina para que los adolescentes se crezcan y crean que todo el monte es orégano: “Tranquilos, chavales, que cuando lleguemos a casa, la compramos”. La comida de la familia transcurrió sin ninguna sorpresa digna que reseñar: los cuatro miembros de la familia manejaban los teléfonos móviles mientras no había bocado que llevar a la boca. Las palabras que compartieron fueron tan escasas que se podían contar con los dedos de las dos manos. Mientras observaba la escena, pensé: “Menudo futuro nos espera”.

Mesa 2. A pocos metros de la mesa 1, una pareja que no llega a la cuarentena entretiene a una niña de, según mis percepciones, siete años. La pequeña no quiere comer. Solo quiere jugar en el parque que hay del otro lado de la calle. Los papis le explican con mucha paciencia que primero hay que comer para coger la energía que luego habrá que desgastar en el parque, subiendo y bajando los columpios y toboganes. La cría no acepta las explicaciones y se enfurruña. Como siempre me han gustado las caras de los niños que se enfurruñan, confieso que también disfrutaba con el de esta chavalina, que traía a sus papis por la calle de la amargura durante toda la comida. Y como la paciencia suele ser, en según qué circunstancias, un bien escaso, en un momento de arrebato el papi soltó a la mami que así no se podía salir de vacaciones, que no aguantaba más. La mami, sin embargo, trataba de poner cordura en un escenario tan especial, con una docena de ojos observando el teatro familiar. Olé, me dije. Esa madre sabe de qué va la vida.

Mesa 3. A mis espaldas, otra pareja “disfrutaba” de lo lindo con sus cuitas, reproches y sufrimientos. Con, más o menos, cincuenta y pico años a sus espaldas, lo único que llegaba a mis oídos eran frases archiconocidas: “Es que no escuchas, mira que te lo he dicho cientos de veces”, “El que no escuchas eres tú, que siempre te ha gustado mandar”, “Es que me tienes hasta las narices de tanto decirme lo que tengo que hacer, así no hay quien viva”, “Pues chata, ya sabes lo que tienes que hacer: carretera y manta”, etcétera, etcétera, etcétera. Las frases iban alimentando los cuerpos, de igual modo que los platos que iban llegando a la mesa: pimientos de padrón, mejillones, ensalada mixta, pez espada, cuatro cervezas bien frías y una tarta de queso al horno para compartir. El final de la comida transcurrió en un silencio prolongado, como si nada hubiera sucedido. Pagaron, se levantaron y, a unos cincuenta metros, solo vi que se dieron un fuerte abrazo. Y entonces pensé: “Caray, ojalá que todos los combates terminaran así”.

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