La Opinión de Zamora

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Ángel Alonso Prieto

Florencia, la flor de Europa

La Toscana es toda una acuarela cuyo pincel prestan los cipreses y el papel las suaves colinas que el sol pinta de suaves contrastes

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Vengo de Florencia. Acabo de llegar de un viaje que colma el anhelo, largamente demorado, de quien escribe noqueado todavía por el impacto del arte apabullante que ansiaba contemplar “in situ”, de la belleza que platónicamente he amado a distancia. En esta ciudad nada es mediocre excepto la pizza pobre que a veces te cobran sin piedad pero esto es más bien culpa de la artística ignorancia del turista despistado. Tengo fácil la metáfora: Florencia es la flor permanente cuya sabia no deja de fluir por el ramaje cada vez que un viajero la contempla extasiado. Sabía que no me iba a decepcionar esa novia estética de mi adolescencia, cuando nos encontramos en las primeras lecciones de arte; desde entonces la amé a distancia y su hechizo perdura.

Algunas cosas he ido entendiendo en este viaje a la Toscana: en la cabeza, entre la piel, por los sentidos corporales de los genios de esta región transcurre, sucede y vive el paisaje de la campiña que pone a los artistas el color en la paleta. Nubes, luz, tierra, y arboleda son el empaste y transparencia que está en los cuadros, paredes y paramentos cubiertos de vida y color asombrosas: un logrado intento de burlar muros y romper límites que hacen dudar si la narrativa del dibujo y el color en los frescos sucede dentro o entra por ‘arte del artista’ desde fuera. Tal es el asombro que nos causan las pinturas tan llenas de vida y color en estancias de palacios e iglesias. Es lo que llevó a Miguel Ángel en la Capilla Sixtina a logros inimaginables pero con precedentes de su maestro Ghirlandaio en Santa María Novella. Y qué decir de la escultura en la que el genio florentino Miguel Ángel fue lo que todos sabemos, un dios, algo así como Júpiter, solo que en vez de empuñar un rayo sacudía el cincel contra la piedra con el poderío que le mereció el sobrenombre de “divino”. Y les cuento que la tentación de retratarse ante sus obras en la sacristía de la capilla medicea es irresistible aunque nuestro careto afee la obra maestra que aparece detrás, pero es como decir “estuve aquí” sin necesidad de garabatos o graffiti. Y si hablo de Toscana que no se me olvide el vino porque algo de él tiñe el vigor musculado y elegante del David de Donatello, en el dios Baco de Miguel Ángel, y en los cuerpos estilosos de mujeres y hombres retratados en todo tipo de artes y soportes a los que no le falta esa chispa de la uva regional. Me atrevo a decir que yo veo en la airosa cúpula de la catedral florentina una copa invertida del mejor tinto que en el viaje pude degustar.

Sabía que no me iba a decepcionar esa novia estética de mi adolescencia, cuando nos encontramos en las primeras lecciones de arte

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En Florencia brilla esa corriente artística, la más influyente y duradera de todas llamada Renacimiento y lo que llevamos escrito remite a esa etapa gloriosa de la Toscana en que desde Pisa se extiende por Italia y el resto del mundo. En la catedral un púlpito asombrosamente esculpido al estilo clásico y con un diseño tan airoso como lleno de paneles historiados va a ser la tribuna desde donde sale la predicación del nuevo arte de la escultura, un antes y un después que el artista Pisano y familiares del mismo oficio se encargan de propagar. Nos faltaría espacio para la lista de genios que pusieron pie en Florencia o son oriundos de la Toscana: Fray Angélico, Giotto, Masaccio, Donatello, Leonardo, Piero de la Francesca, Boticcelli, Gozzolli, Rafael, Galileo Galilei, Dante, Celini, Bruneleschi, Ghiberti, Della Robia, etc.

Si con nombres nos quedamos, por todas partes aparece el de los Medici, una saga familiar que gobernó Florencia pero no siempre al gusto de los florentinos, y menos al de las ciudades de la Toscana a las que sometieron para crear el gran ducado del que fueron quasi monarcas. Y si este apellido ha perdurado en buena parte ha sido gracias al arte que supieron apoyar y financiar contando siempre con los mejores profesionales de su tiempo. En Italia nació el mecenazgo cuyos frutos podemos contemplar en tantas obras de arte que a más de uno nos invaden de placer y al tiempo de ansiedad por la abrumadora calidad y cantidad de lo que tienes al alcance; estado emocional parecido al “síndrome de Stendhal” que te desasosiega y conmociona, como dicho escritor sufrió y contó a su paso por Florencia. Esta república lanzada en sus mejores tiempos al delirio del dinero y a la delicia de las artes es hoy un museo toda ella- con puertas comunicantes como su famoso pasillo vasariano- entre la calle y el interior de sus iglesias y palacios de modo que uno ya no sabe si entra o sale de la clase de arte porque todo está escrito e ilustrado en cada esquina donde el ojo orienta la mirada.

Si en Siena la plaza te recibe con su armoniosa dimensión sintiéndote pequeño pero dichosamente asombrado, en Pisa el mármol blanco del campanile, catedral y baptisterio concita a jóvenes que en el entorno de la pradera diáfana que rodea los monumentos disfrutan de la quietud y levedad de los edificios cuya elegancia pone el alma en estado de paz, con el cuerpo relajado sobre el césped.

La Toscana es toda una acuarela cuyo pincel prestan los cipreses y el papel las suaves colinas que el sol pinta de suaves contrastes. Arezzo, Cortona, San Gimignano, Lucca ( patria chica de Puccini) ciudades que visitamos y que en su peculiar atractivo son parte de la corona de perlas engastadas en una región de Italia donde te puedes perder sin arrepentirte del extravío.

Volveré si Dios quiere a ese lugar donde el espacio en perspectiva fue por primera vez dibujado y el espacio celeste peligrosamente intuido. Volveré a embriagarme de arte donde la eternidad no envejece.

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