La Opinión de Zamora

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Rubén Sánchez.

Iubilum magistri

Apuntes ante la jubilación de Alonso Iglesias

Alonso Iglesias en una intervención y junto a alumnos y allegados Cedida

Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que tocaba era un cuento fascinante (…) .Todo se enhebraba, todo tenía sentido. Manuel Rivas . “La lengua de las mariposas”, 1995.

Supongo que no es casualidad que me enterará de la jubilación de Alonso Iglesias Sebastián, mi maestro de ciencias sociales -y de inglés- del colegio, el primero de mayo. El acto protocolario se había celebrado el viernes anterior. Ciertamente no se me ocurre mejor forma de festejar el Día Internacional de los Trabajadores (que, desde 1889, y por iniciativa de la Segunda Internacional-, celebra los derechos laborales conseguidos y reivindica la legítima lucha obrera), que con la jubilación de un incansable “obrero de la enseñanza” como Alonso.

Eran los años 80, aquellos en los que España soñaba con ser un país decente que resucitaba a la dignidad democrática después de tantos años de ignominia. Y los niños de mi generación -españolitos que veníamos al mundo-, que dábamos por hechas muchas cuestiones que nos eran naturales (y de las que solo el paso de los años nos revelaría su delicada fragilidad), tratábamos de espabilar a caballo entre esa España que moría –ojalá fuera cierto-, y la que bostezaba (Machado dixit). Pivotábamos entre la posmodernidad sugerente de “La bola de cristal” y el surrealismo seductor de “El planeta imaginario” (una televisión que ahora sería imposible); vivíamos en la calle, a la que nos echábamos en cuanto acabábamos apresurados los deberes del colegio; quisimos crecer deprisa sin saber aún que el tiempo era una tentadora trampa de la existencia y, sobre todo, tuvimos el capricho de soñar, y soñamos con todo un mundo que comernos…, aún no estaba penada la utopía. Y todos estos sueños tuvieron mucho que ver con los desvelos de nuestros maestros, desvelos que nuestra inmadurez no nos permitió ni apreciar demasiado, ni agradecer a su tiempo. Alonso formó parte de esa troupe de “enseñantes” que se empeñó en educarnos en el Colegio María Inmaculada (que aún no estaba en manos de los lobbies de la cosa concertada). No fue el único, sor María, sor Lucía, sor María Jesús, Milagros, Jesús, Inmaculada, Sor Antonia, Mari José, Teté y algunos otros, también hicieron lo que pudieron, que no fue poco.

Alonso, que tenía raíces familiares en Entrala -como un servidor-, nos enseñó muchas cosas útiles. Es verdad que practicaba algunos usos arcaicos (mucho entrenamos la caligrafía con la repetición de copias), pero se empeñó en hacer de la convivencia una quimera posible en medio de la selva: una clase de la E.G.B. Militó en la innovación educativa mucho antes de que esta llenara páginas y páginas de informes infumables, de esos que casi nadie lee (y así nos va). Practicaba la “gamificación” en el aula cuando aún no se había ni definido el concepto. Siempre recuerdo con cariño aquellos concursos con los que aprendíamos geografía, historia y arte mientras jugábamos. Nos habló de la necesidad de reflexionar sobre el territorio, de aprender del entorno más cercano y de la importancia de construir un buen relato (antes de que el término estuviera de moda). Nos enseñó que había un mundo más allá del patio del colegio que merecía la pena conocer y disfrutar, que casi tan importante como el punto de llegada, eran todas y cada una de las estaciones que jalonaban el camino. Y no lo hizo “de boquilla”, ya que no fueron pocas las ocasiones en las que convirtió en aula cualquier rincón de la calle, bien en Zamora, en la que aprendimos a desmadejar el hilo de Ariadna de las leyendas y tradiciones para separar el grano de la paja, o en cualquier otro lugar que tuviera algo que contarnos. La burocracia aún no boicoteaba a los docentes con estas salidas de campo…

No fueron pocas las ocasiones en las que convirtió en aula cualquier rincón de la calle, bien en Zamora, en la que aprendimos a desmadejar el hilo de Ariadna de las leyendas y tradiciones para separar el grano de la paja

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Eran tiempos en que el “Conocimiento del medio”, aún no había sido despojado del término “Ciencias”, aunque por ahorrar tiempo y palabras (el lenguaje y el “habla” tienden a economizar y a ser vagos –no lo digo yo, lo dicen los lingüistas-), nosotros dijéramos siempre que tocaba clase de “Sociales” (por suerte las aguas volvieron a su cauce en las últimas reformas educativas). Eran momentos en que se buscaba que los maestros fueran simplemente maestros -y no “entrenadores”-, que enseñaran y educaran. Luego llegarían los tiempos del liderazgo y del “coaching” y otras falacias de la sociedad líquida post-postmoderna. Nos faltaba el “coaching”…

Pero, sobre todo, Alonso nos enseñó a pensar, a reflexionar y a analizar de forma crítica. Él tiene mucha culpa de que yo terminará dedicándome a esto de la historia (Ana Hernández, profesora de historia del arte en el instituto María de Molina -ya jubilada también-, hizo el resto), y de que me guste escribir -para desgracia de algunos-. También nos daba clases de inglés -el pluriempleo de la concertada es legendario, ya saben-, pero en esto no he podido honrarle demasiado ya que profano la lengua de Shakespeare con un “spanglish” indigno e imposible de escuchar.

Siempre tuve la espina de no haber ido a un colegio público -enseñanza que defenderé siempre por encima de todo-, pero sería injusto no reconocer que tengo unos excelentes recuerdos de mi colegio. Cierto es que no era una escuela concertada al uso, desde luego no era el “típico colegio de monjas”. En el contexto de una catolicidad de base (lógica en un colegio religioso), pero difícil de entender si observamos el panorama actual de la concertada -más allá de algunos “juegos procesionales”-, nunca nos adoctrinaron de forma dogmática, ni asfixiante, ni se persiguió el librepensamiento. En su especificidad jugaba también el que compartiéramos las aulas con los residentes del Colegio del Tránsito -versión edulcorada del antiguo hospicio ya en la Transición-, que estaba enfrente. Gente recia, pero llana e integra como pocos, que me enseñaron que, a veces, la vida es una broma pesada y que tenía pocas razones para quejarme de la mía; alumnos que le ponían color a las clases y formaban el contrapunto necesario al grupo de pijos e implados, hijos de la mesocracia zamorana del momento, que todo colegio necesita para constituir un hábitat completo.

No tengo recuerdos malos, más allá de algunas canciones terribles fruto del mal gusto musical postconciliar (“Alegre la mañana que nos habla de ti” o “Tus manos son palomas de la paz”, por poner algunos ejemplos), las torturas habituales del deporte escolar y los dramas cotidianos de la infancia. Nada importante. Debo decir que siempre fui un alumno aplicado. Tan solo dos manchas jalonan mi expediente. Una cuando acaudillé aquella manifestación en contra del exceso de deberes -que yo hacía habitualmente-, para la que hicimos varias pancartas y quinientas octavillas manuscritas -con rotulador-, y mi terca obstinación por dejar “las flores de mayo” a la Divina Pastora del viejo Hospital de Sotelo -arrinconada al fondo de la capilla del Tránsito-, y no a la Virgen Milagrosa que presidía el presbiterio. ¡Qué le vamos a hacer…! Siempre me gustó meterme en charcos y causas perdidas y, como es lógico, prefería -y sigo prefiriendo-, una buena virgen barroca a una imagen moderna de escayola.

Cuando hace algunos años -y gracias a que Alonso había abierto un perfil del colegio en una red social-, intentamos organizar un encuentro de la promoción de 1991, él fue el primero en echar una mano y se presentó de sorpresa a saludarnos. Fue una cosa informal, alejada de esas celebraciones engoladas al uso: unos vinos, algunos chascarrillos y comprobar -para alimento de mi tonto orgullo-, cuantos se habían quedado calvos. Bromas aparte, espero que me perdonen la osadía de publicar la foto. Pero mientras somos capaces de hacer realidad la promesa de repetirlo –con más tiempo y más gente-, esa imagen condensa una tarde de las que merece la pena guardar en el baúl de las cosas valiosas. La casualidad, por cierto, quiso que fuera un 7 de diciembre, víspera de La Inmaculada.

En los últimos años, y haciendo suyo el asunto de “dar trigo” además de predicar, decidió recorrerse todos y cada uno de los pueblos de esta provincia nuestra, para levantar acta gráfica -cual notario-, de todo lo reseñable que hay en ellos, y que ha venido publicando en el blog “Zamora es así”. De hecho, una de esas visitas -a la iglesia del Espíritu Santo en concreto-, motivó nuestro reencuentro después de muchos años. A causa de la realización de un inventario veletas de la provincia -que algún día debería ver la luz-, hice algo parecido hace un tiempo, pero sin la constancia y la dedicación de Alonso. Solo conozco otro ejemplo de tanta minuciosidad y tesón -en este caso recorriendo todas las localidades de Castilla y León-, Javier Sainz, casualmente también maestro. Ambos, Alonso y Javier, ejemplos de una perseverancia y generosidad (que demuestran cada vez que necesitas alguna imagen suya), digna de elogio y admiración.

Se por los comentarios que he ido leyendo estos días, que somos muchos los que conservamos la memoria de sus clases en el Colegio María Inmaculada. Quizás por uno de esos requiebros caprichosos de la vida, me he puesto a hilvanar estos recuerdos de mi colegio “inmaculista”, al regreso de la procesión extraordinaria que la Inmaculada de Gregorio Fernández -que recibe culto en esa Wunderkammern o cámara de las maravillas, que es la Iglesia de la Vera Cruz de Salamanca-, ha realizado hacia la catedral con motivo del IV Centenario de su hechura. Es evidente que Alonso también supo contagiarnos su pasión por el arte y el patrimonio, y que las casualidades y las cau-salidades hacen de las suyas con demasiada frecuencia.

Supongo que tampoco es casualidad que escriba esto precisamente ahora, en esta España en la que –y eso no ha cambiado desde la época de Machado-, de diez cabezas una piensa y nueve embisten (¡cuánto necesitamos releerlo!). Y en unos días en los que aún resuena la jauría inquisitorial de la coacción y la censura, rabiosa porque se piensa y se escribe, en libertad y con juicio crítico, precisamente una de sus más enriquecedoras enseñanzas.

Feliz jubilación querido Alonso, y buen descanso. Disfrútalo con júbilo que las etimologías también sirven para el recreo y el deleite. Gracias por tu magisterio, por no castigarnos nunca con tu silencio, por esos “cuentos fascinantes”, en los que “todo se enhebraba y todo cobraba sentido”, y por convencernos de que, con la curiosidad y paciencia necesarias, seríamos capaces de ver la lengua de las mariposas.

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