La Opinión de Zamora

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Jonathan Pérez

Librillo de memoria

Jonathan Pérez

El cólico miserere

Tres palabras para nombrar lo desconocido y consolarse con la creencia de que murió de algo más o menos concreto

En el pueblo viejo, me cuenta Lali, hubo gente que murió de una enfermedad en el costado, una punzada en el abdomen que los locales, a falta de otro diagnóstico, llamaban “el cólico miserere”. ¿De qué murió?, imagino que preguntaría Eusebio, mi tatarabuelo, a un amigo cuya mujer había fallecido.

El cólico miserere

No se sabía si era cáncer, apendicitis o una obstrucción intestinal. Del cólico miserere, le contestaría el amigo. Una expresión que era un cajón de sastre. Tres palabras para nombrar lo desconocido y consolarse con la creencia de que murió de algo más o menos concreto. Dieciséis letras mejores que un mecánico y gélido “no sé”.

Lali sigue contándome historias, me habla de Bibiana, la bisabuela pelirroja que pedía a Dios no tener descendientes con el pelo naranja, de un hermano de Bibiana a quien mataron en la guerra, Joaquín, y a quien por fin puedo poner cara, este es, mira, me dice, el de la izquierda, el de las cejas grandes, y la foto modifica el rostro con el que hasta ahora completaba los relatos familiares. Ella sigue narrando. Es una buena hacedora de historias, la escucho embelesado y reprimo las ganas de pedirle papel y boli para apuntar las palabras que usa, las expresiones que se le escapan al evocar un pasado que brilla al fondo con una luz chiquita.

Un pasado que me llega, que me está llegando, gracias a la voz de Lali y el movimiento nervioso de sus manos curtidas. Un ayer que me interpela y hace que se calme algo que tengo arrebujado en el estómago: la curiosidad por saber cómo eran mis antepasados, si de verdad contaban historias alrededor del fuego, si compartían el currusco de pan en los años del hambre o si hubo algún romance homosexual al que los años sepultaron para espantar la vergüenza ajena. Quiero saber. Escuchando a Lali vuelvo a ser el niño preguntón que miraba demasiado a las viejas y al que una asustó una vez diciéndole, con la voz rota, “¿tengo monos en la cara o qué?”.

Ella pega saltos en el tiempo, retoma el relato principal, describe con precisión, pone sobre el hule olores y texturas olvidadas, usa palabras de hogaño, vocablos que desmienten la división entre fondo y forma: esos relatos son así porque se cuentan con las palabras que se cuentan. Lo que se dice y la forma en que se dice son uno. Y qué bien que esas palabras, además de en diccionarios y museos, salten de ahí para articular historias y brillar todas juntas.

Ahora, Lali me habla de mi tatarabuela, la que sabía de mejunjes y que siempre estuvo enamorada del vecino, sí, Jonathan, y ya de mayor lo reconocía y se recreaba imaginando cómo habría sido si... Nos reímos por no llorar. Pienso en las tragedias cotidianas que encerraban dentro los tejados de uralita y las paredes de adobe. Pienso en el débito conyugal y las relaciones sexuales obligadas. La legitimación de la violencia dentro de un hogar cárcel.

Le digo que relata muy bien y me contesta que su nieto le pide cuentos por la noche. No cualquier cuento, sino “cuentos de los de tu cabeza”, narraciones que Lali se inventa a pie de cama. Qué importante es levantar buenos castillos en el aire, invisibles pero que de tan verosímiles te permitan sentir el frío húmedo de una mazmorra con telarañas. Después de la digresión, vuelve al pasado familiar que compartimos y de sus manos salen cepas y sarmientos, árboles genealógicos por los que se desplaza con la habilidad de una ardilla joven.

En la puerta de su casa, le doy las gracias y digo cuatro palabras que le escuché a Guadalupe, la profesora de literatura, y que estaban esperando el momento adecuado para ver la luz: Hay que seguir narrando

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El nieto aparece con el pelo revuelto, después de haber echado la siesta, y tomamos café con un bollo casero. Ella no deja de narrar mientras calza al nieto, le lava la cara y le prepara un bocadillo de salchichón. Pienso en la metáfora con la que acabaré el texto que escribiré al día siguiente. Una mujer que peina, cocina, ordena y cuenta historias mientras tanto. Dudo en si incluirlo porque no quiero romantizar los achaques de la mujer orquesta. Lo incluyo. Esta escena como metáfora del relato y su capacidad para resistir, para negarse a desaparecer a pesar de.

En la puerta de su casa, le doy las gracias y digo cuatro palabras que le escuché a Guadalupe, la profesora de literatura, y que estaban esperando el momento adecuado para ver la luz: Hay que seguir narrando.

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