La Opinión de Zamora

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José Manuel del Barrio

Siete días y un deseo

José Manuel del Barrio

Fronteras

No olvidemos que las fronteras mentales también florecen en el interior de un país

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Hace ya muchos años escribí un artículo sobre la frontera hispano-lusa, es decir, la que nos separa de Portugal. La reflexión no se centraba en el origen de una división política y administrativa que ha marcado la relación entre los dos países sino que iba mucho más allá. Si rescato este concepto es por algo que sucedió ayer. En ese espacio de las redes sociales tuve la ocasión de seguir un debate entre dos personas sobre las fronteras. Mientras que uno mantenía que había que cerrar las fronteras a todo hijo de vecino, sobre todo a los inmigrantes, el otro argumentaba todo lo contrario. Total, que el fuego dialéctico fue creciendo hasta convertirse en un incendio de magnitudes colosales. Evidentemente, yo no comparto los discursos de quienes defienden levantar o cerrar fronteras, que es tanto como defender la construcción de muros que impidan la comunicación entre las personas. Sólo los majaretas defienden ese tipo de construcciones. No obstante, llegados aquí, pregunto: ¿de qué hablamos cuando hablamos de fronteras?

La “frontera” es un concepto escurridizo. Si hablamos de las fronteras materiales o físicas entonces nos referimos a las líneas divisorias (políticas o administrativas) que separan un país de otro, una región de otra, una provincia de otra o un municipio de otro. Y no podemos olvidar que en el interior de una localidad las lindes o las medianías que separan las tierras o las viviendas también son fronteras. Pero las fronteras mentales son tan o más importantes que las fronteras materiales o físicas. Muchas veces las opiniones divergentes de los ciudadanos de procedencias geográficas diferentes son fruto del efecto frontera. Las distancias entre unos y otros pueden ser enormes y, a veces, insalvables. Tenemos la frontera que se establece entre los autóctonos y los inmigrantes. Estas fronteras o distancias se aprecian en que unos tienen -al menos en teoría- todos los derechos mientras que el resto, en muchos casos, sólo pueden disfrutar de los derechos según sea su situación (legal o irregular), que deciden los primeros.

Pero no olvidemos que las fronteras mentales también florecen en el interior de un país, una provincia, una comarca o un municipio. Las distancias entre hombres y mujeres en muchos ámbitos de la vida cotidiana (hogar, trabajo, etc.) son el resultado del efecto frontera. También existen fronteras y distancias mentales entre las generaciones. Por ejemplo, los que estudian, trabajan o están jubilados compiten entre sí por determinados recursos, que siempre son escasos. Y si hablamos del empleo, la separación entre “población activa” y “población inactiva” es muy llamativa. En resumen, las fronteras pueden dividir, separar y aislar. Pero no siempre es así, ya que pueden ser vehículos de comunicación entre las personas. Incluso a veces coinciden. Y también puede suceder que las fronteras físicas hayan desaparecido y que, sin embargo, se mantengan con dureza las fronteras mentales. O viceversa. En cualquier caso, el momento que vivimos es una ocasión de oro para reflexionar sobre, en mi opinión, el sinsentido de las fronteras.

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