Reconozco que me carga sobremanera cuando en las redes, las calles, o allá donde se pueda gritar sin demasiado peligro cada vez que aparece un conflicto armado, surgen gentes, sin duda bienintencionadas, proclamando su repulsa ante los acontecimientos. Con la pandemia aún galopante, se aplaudía y se coreaba el Resistiré, como si eso fuese a detener un virus, y las redes se plagaron, y siguen, de mensajes que, en síntesis, venían a decir que la solución estaba en ti, justamente en ti, en ese que estaba que no podía con su misma vida, pues menuda ayuda. Menos mal que aparecieron las vacunas. Ahora, por si no había bastante, la guerra de Ucrania llena las calles y las redes con palomitas con una rama de olivo en el pico, perfiles con la bandera ucraniana y, por supuesto, de gritos de no a la guerra y frases sobre su tragedia. Y, sobre todo, mucho bla, bla, bla y hasta miembros, miembras según su terminología, del Gobierno con pancartas de no a la guerra y satanizando a los que denominan partidos de la guerra por enviar armas a Ucrania. O sea, partidos como el del Gobierno al que ellas pertenecen y del que no dimiten, curioso, muy curioso.

Pacifismo de cafetín

Pues claro que no a la guerra, como no a la COVID 19, al cáncer, el Alzheimer, el Parkinson, la ELA y hasta a los accidentes de tráfico. Pues claro. Y no a la muerte, sin más, y más si es violenta, agónica y fuera de la lógica del mero paso del tiempo. Pero el no a la guerra y el declararse pacifista y esgrimir el símbolo de la paz, que más de un disgusto y unos euros ha costado a los propietarios de coches Mercedes Benz, que su logotipo es muy pinturero para incorporarlo a la mochila del pacifista de turno, no es nada más que una declaración de buenas intenciones que queda muy bien en una charla de café, pero que mucho me temo que de poco sirve cuando el interlocutor está por y en la guerra. Y aquí es en donde hay que tentarse la ropa y muy en serio, sobre todo cuando lo que está en juego en esta guerra no es solo el desastre que toda lleva aparejado, sino la posibilidad de que una manera de entender el mundo, sin duda con sus graves taras, está puesta contra la pared para sustituirse por la ley del más fuerte.

Y ante esta situación, insisto, con toda la carga de culpa que puedan tener las democracias occidentales, pero sin olvidar tampoco que no todo puede ser culpa de este Occidente decadente, podemos seguir con nuestro pacifismo de cafetín, o arremangarnos, cada uno desde su lugar en el mundo, a hacer frente a la situación que se ha planteado. Porque, nos guste o no, occidentales acomodados, el asunto acaba siendo tremendamente simple: o asumimos los costes de defender la democracia, económicos en principio y me temo que sean también costes humanos, para detener a un dictadorzuelo de poco pelo con ensoñaciones imperialistas de zar trasnochado, o nos quedamos con un clavel en la solapa paseando por las calles, a ser posible de ciudades donde no nos detengan, clamando no a la guerra mientras los muertos se apilan en las ciudades de Ucrania, de momento, que después pueden ser muertos nuestros en nuestras aceras tan de terracitas y democráticas.

O asumimos los costes de defender la democracia, económicos en principio y me temo que sean también costes humanos o nos quedamos con un clavel en la solapa paseando por las calles, a ser posible de ciudades donde no nos detengan

Claro que no a la guerra. Pero es que eso también lo dicen los que las hacen. Es más, hasta las hacen diciendo que es para la paz. Así que, puestas así las cosas, quizás haya que leer con atención cada una de las palabras que encierra el declararse pacifista. Si ser pacifista es estar a favor de que la guerra no sea la solución de los conflictos, pues me declaro profundamente pacifista. Y si me quedo con que ser pacifista es la actitud de quien ama la paz, pues más pacifista todavía. Faltaría más, que hablando se entiende la gente. El problema está cuando quien tenemos enfrente ya ha cogido las armas y no es que apunte, es que dispara.

No hace tanto que en España vivimos esa situación de pacifismo frente a armas cuando en las negociaciones con ETA, y las hubo con el PSOE y con el PP, los interlocutores democráticos hablaban con unos personajes que llevaban una 9 milímetros parabellum en el pantalón. Claro, cuando estos últimos no tuvieron ni balas, el diálogo fue más fácil, por eso, porque no tenían ni balas debido a la acción de los cuerpos de seguridad.

Así que un poco de sensatez y menos hipocresía. Quienes en Rusia se manifiestan contra la guerra se exponen a quince años de prisión, que se dice pronto, pero en este Occidente adocenado corear el mismo grito, o plantear que el diálogo es la única salida para la guerra en Ucrania queda bonito, nada arriesgado y lo que no sé es por qué, sobre todo quienes ocupan Ministerios, no piden raudos y veloces una entrevista con Putin para dialogar por la paz, paloma en ristre y, por supuesto, con diplomacia de precisión. Eso sí, a ser posible dejando previamente de tirar bombas y devolviendo la situación a antes del primer disparo, aunque a los muertos de uno y otro bando de nada les servirá.

A la vuelta del camino, que diría Baroja, confieso que jamás me he pegado con nadie, ni siquiera en el colegio, y confieso que he evitado las situaciones de conflicto y he dialogado en mi vida personal y profesional hasta con quien ni siquiera lo merecía, y, por supuesto, jamás he agredido a nadie. Así que debo de ser pacifista. Eso sí, tampoco voy a engañar al lector, siempre he pensado que si me agrediesen, me gustaría ser tan canalla como el peor de mis agresores. A lo mejor, sería interesante que no se perdiese esa perspectiva para que el diálogo fuese equitativo, justo y pacífico.