De vez en cuando la vida, a la inversa que en la canción de Serrat, nos da un palo y nos recuerda que nada es inmutable y que todo se puede romper como el cristal. En la última década del siglo XX parecía imposible que la guerra llegara a Europa una vez que el imperio soviético del mal se había desmoronado sin apenas violencia. Sin embargo estalló Yugoslavia en una atroz carnicería de vecino contra vecino, amigo contra amigo durante años.

En este principio de la tercera década del siglo XXI resultaba impensable atisbar que el primero de los jinetes del Apocalipsis iba a volver a golpear en Europa y sin embargo aquí está de la mano de un presidente ruso que a los 25 años ya era un comunista asesino miembro del KGB. Ahora nos estremecen las imágenes de ciudades modernas, europeas y fruto de un estado avanzado de civilización agujereadas por el impacto de los misiles y las bombas cuando quizás solo unos días antes estábamos pensando en escogerlas como destino turístico, de estudios o de trabajo.

En la tercera década del siglo XXI resultaba impensable atisbar que el primero de los jinetes del Apocalipsis iba a volver a golpear en Europa y sin embargo aquí está de la mano de un presidente ruso que a los 25 años ya era un comunista asesino del KGB

Suenan en el alma de cualquiera que no sea un desalmado las explosiones, los disparos y los lamentos de quiénes de un día para otro, en una madrugada como otra cualquiera vieron el mundo entero hundirse bajo sus pies. Una madrugada en la que las rutinas se acabaron y la vida les recordó que todo lo que era estable desaparecía ante el temor seguro a perder la normalidad, la convivencia, la libertad y, quizás, incluso la vida.

De vez en cuando la vida nos recuerda, al igual que la canción de Serrat o la terrible película de Roberto Benigni, que hasta en el peor de los momentos podemos hacer que sea bella. No negando lo dramático de la realidad sino demostrando la grandeza del corazón humano. Se acerca al millón y sigue aumentando, la cifra de los refugiados, sobre todo mujeres y niños, que han huido de Ucrania, del terror, de la guerra y del peligro de opresión y muerte, hacia otros países de Europa. Nos hierve la sangre a algunos y a otros se les saltan las lágrimas, cuando vemos las imágenes de las colas infinitas de quienes dejándolo todo atrás huyen con las manos abiertas y vacías mientras miran hacia atrás para ver, tal vez por última vez, a quienes se quedan para empuñar las armas de la dignidad.

Y entran en Polonia y los más pequeños son recibidos con un peluche de regalo que espante sus miedos y les ayude a conciliar el sueño que a ningún niño debería ser vedado. Y no hay campos de refugiados porque las familias polacas, siguiendo la estirpe de Juan Pablo II, el papa que hizo caer sin violencia el muro del totalitarismo, acuden a la frontera para ofrecerles su casa, su cama y su pan, demostrando con hechos, no con palabras a quienes solo unos días antes los tildaban de xenófobos que entre el peluche y el misil solo uno es el lado de los buenos.