“Los malos están ganando”, escribía en noviembre Anne Applebaum en The Atlantic, y es verdad que no hay más que darse una vuelta por la prensa de los últimos meses para darse cuenta de que no corren buenos tiempos para las democracias liberales. La falacia del “tipo duro que guía a su pueblo montado a caballo y a pecho descubierto” ha ido calando entre una parte de la ciudadanía, sobre todo en aquellas sociedades con escasa tradición democrática. Detrás de estas bobadas propias de películas de serie B hay ninguna construcción ideológica sólida (Francis Fukuyama tenía razón -lo digo por la cantidad de perezosos que lo critican sin haberle leído- y no han emergido narrativas alternativas a la democracia liberal tras implosión de las dictaduras comunistas en 1989). Estas retóricas autoritarias se articulan sobre elecciones amañadas y lógicas de Estado policial, en los que se ejerce un estrecho control sobre la opinión pública mientras se combina la mentira y la posverdad sin ningún rubor y de manera fluida, ahí va un ejemplo: según las autoridades chinas, en su país, poblado por más de mil millones de personas, han muerto apenas la mitad de personas por COVID19 que en Castilla y León, que tiene poco más de dos millones de habitantes. Lo dicen sin sonrojarse, aprovechándose de la caótica velocidad de la vida en el mundo moderno: redacciones cada vez más escuálidas no comprueban los datos y la información falsa acaba expulsando a la buena del mercado comunicativo, en una siniestra confirmación de la Ley de Gresham.

No es casual que las sociedades más prósperas del mundo sean todas democracias liberales, como tampoco lo es que ninguna autocracia haya conseguido consolidar en el tiempo un modelo de riqueza y prosperidad para el conjunto de sus ciudadanos

Las sociedades libres siguen siendo el mejor modelo de convivencia posible: aflorar la heterogeneidad de una sociedad, reconocer derechos a sus minorías y dar voz a los discrepantes no es una muestra de debilidad, como creen los autócratas. No es casual que las sociedades más prósperas del mundo sean todas democracias liberales, como tampoco lo es que ninguna autocracia haya conseguido consolidar en el tiempo un modelo de riqueza y prosperidad para el conjunto de sus ciudadanos. Más bien al contrario, renunciar a estos valores conduce a los países al abismo, como bien han experimentado en las últimas décadas en países como Venezuela, o los mantiene en él, como pasa por ejemplo en Bielorrusia. Esto es tan claro que por eso apenas hay movimientos migratorios masivos hacia estos países: nadie va a vivir allí si no es obligado por motivos laborales. De igual manera, todas las élites corruptas que dirigen estos estados suelen tener una gran parte de su fortuna en ese occidente decadente que tanto critican y al que envían a sus hijos a formarse. Los regímenes liberales no son mejores porque la gente vote en elecciones libre. No, son mejores porque reconocen la pluralidad de opiniones que albergan en su seno y las animan a expresarse. Algo así ocurre con todos los ámbitos de la vida, por ejemplo, la ciencia: ¿han funcionado igual las vacunas occidentales que la china o la rusa? No, por supuesto que no…

La ficción de las fronteras

La ausencia de datos en el debate, así como de voces discrepantes, acaba generando un espacio público asfixiante y paranoico donde el mundo conspira contra el Imperio y contra el líder que lo dirige. De hecho, lo que ha pasado con la invasión rusa de Ucrania es un buen ejemplo de esto: no hay ninguna conspiración de ese “occidente colectivo” (afeminado y ateo, claro) que la oligarquía rusa desprecia en sus declaraciones públicas. Si la OTAN se ha ampliado hacia el este ha sido porque los ciudadanos de aquellos países así lo han querido, como garantía de libertad frente a un vecino peligroso y hostil. Esto es importante repetirlo: nadie obligó a Rumanía o a Polonia a entrar en la Alianza Atlántica, entraron por el deseo mayoritario de unas sociedades para las que la bandera atlántica es más garantía de paz que su propia enseña nacional. En el mismo sentido, hay que haber perdido cualquier contacto con la realidad para pensar en serio que los países occidentales pueden tener el más mínimo interés en atacar y ocupar (¿?) el territorio ruso. ¿Para qué? ¿De verdad alguien se imagina esa situación? Es justo al contrario; si la OTAN ha llegado hasta la base letona de Adazi ha sido para defender a los ciudadanos que viven allí, no para atacar atacar a su vecino ruso. No podemos entrar en este tipo de debates místicos sobre destinos manifiestos y fronteras milenarias y ponernos al nivel argumentativo de los autócratas y de sus voceros: apelar a narrativas históricas para justificar cambios de fronteras en la Europa actual es una locura sin sentido, como llevamos sufriendo décadas los españoles, por cierto. Todos los países europeos tienen reclamaciones geográficas que pueden avalar con algún ejemplo tomado del pasado, por eso los europeos asumieron en 1975 en Helsinki que nuestras fronteras no debían de tocarse para no abrir la caja de los truenos. Claro que Ucrania es una construcción artificial, como lo es Rusia, como es Polonia y como lo es España. ¿O de verdad alguien piensa que fue Dios nuestro Señor el que dibujó las fronteras de nuestros países y forjó con su sabiduría nuestro carácter “nacional”?

Y una nota final sobre la corrupción, endémica en estos regímenes autoritarios, que explica también dos elementos fundamentales para entender el desarrollo y la posible salida de esta crisis causada por la invasión. Por un lado, el atasco militar ruso es el reflejo de un ejército caótico logísticamente y corrompido hasta los tuétanos -como ocurre siempre en este tipo de instituciones cuando no hay prensa libre- un ejército que presta servicio a una economía primitiva (rusia tiene un PIB similar al español con casi tres veces más población) y basada en la exportación de hidrocarburos. Su salida de los mercados internacionales es un buen elemento para entender que, como decía el Alto Representante Josep Borrell en su vibrante discurso ante el Parlamento Europeo, no solo con las armas se pueden doblegar voluntades: en una sociedad con una élite corrupta rodeando a un líder que ha periodo cualquier contacto con la realidad, atacar los intereses económicos de esas élites es una buena manera para forzar cambios en su actuación.

“Nos quedan las ruinas”, escribía a principios de siglo el escritor ucraniano Yuri Andrujovich para describir la situación de su país tras la implosión de la Unión Soviética. Eso quedará cuando esta guerra termine, pero no sólo en Kyiv, también en Moscú, para sorpresa de muchos.

(*) Politólogo